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Psicólogo clínico y Catedrático de Psicología de la Personalidad, Evaluación y Tratamientos Psicológicos de la Universidad de Oviedo, Marino Pérez Álvarez (Ese de Calleras, Tineo, Asturias, 1952) se ha definido como conductista radical. Pero su radicalidad, pensamos, va mucho más allá de su conductismo.

Como él mismo explica, su conductismo es radical porque su concepción del conductismo es filosófica y epistemológica, más que metodológica. No adapta el objeto de estudio al método; trata de adaptar el método al objeto de estudio. Y eso de manera total, radical: por eso no excluye las conductas internas –los eventos del mundo interno, subjetivo.

También es radical porque pone la conducta en el centro de la terapia. Es lo que el individuo hace o no hace lo que permite salir de esa situación que es el trastorno.

Como psicólogo conductista, Marino Pérez Álvarez rompe los tópicos al uso. Para el lector psicoanalista, el conductismo se hace interesante en sus libros, interesante y sorprendente. Para los que tenemos una concepción construccionista y dialéctica del psicoanálisis,  que concibe la conducta como relación (Castilla del Pino) y ponemos la experiencia de la relación en el centro de la psicoterapia, es fácil conectar con la reflexión de Marino Pérez Álvarez. A veces cambiando el término de conducta por el de la relación, parece que decimos cosas parecidas.

Pero, como decíamos, el radicalismo – y el pensamiento– de Marino Pérez Álvarez va más allá de su conductismo. En los últimos años, a través de una serie de importantes libros, no solo ha esclarecido la psicología conductista en Contingencia y drama (2004), sino que ha repensado radicalmente –esto es, yendo a la raíz– algunos de los problemas principales de la psicología clínica, convirtiéndose en uno de los grandes dinamizadores de la psicología clínica española. Así, entre otros muchos temas, se ha enfrentado críticamente con la concepción de los trastornos mentales como entidades naturales o enfermedades, la psicologización de los problemas de la vida y los fundamentos de la psicopatología. Y todo ello desde una sólida formación filosófica y epistemológica, desde un enfoque multidisciplinar que integra la psicología con la perspectiva histórico-cultural, la antropología y la filosofía.

En especial, Marino Pérez Álvarez ha realizado – en El mito del cerebro creador (ver la reseña de Sacha Cuppa en este número) – una lúcida crítica al cerebrocentrismo, al imperialismo de las neurociencias que ha ocupado el espacio dejado por la humanidades, y que convierte el cerebro en la explicación última de todo. Este cerebrocentrismo o mitificación de las neurociencias, es para Marino Pérez Álvarez un síntoma cultural: “Todo ha de pasar por el cerebro, como si fuese más científico y quizá también (…) porque sea eximente de la responsabilidad”. “Los problemas se deben a desequilibrios químicos y a una lotería genética”, no son responsabilidad de las personas que los padecen.

Su crítica supone una reivindicación y recuperación de la persona como protagonista de su trastorno y de su vida.

Para Marino Pérez Álvarez, cerebro, conducta y cultura se producen mutuamente, y son irreductibles mutuamente. Por tanto, sin dejarse deslumbrar por las promesas de posibles hallazgos de las neurociencias, recuerda que “son las funciones conductuales dadas las que iluminan lo que hay que estudiar del funcionamiento del cerebro, y no el cerebro el que ilumina las funciones que había que estudiar”.

Invitamos al lector a iniciar un diálogo con los libros, con el pensamiento, de Marino Pérez Álvarez. Un diálogo que nosotros hemos querido comenzar con esta entrevista.

Trayectoria

TEMAS DE PSICOANÁLISIS.– ¿Cómo llegaste a la psicología, y a la psicología clínica?  ¿Qué lecturas, qué influencias, qué vivencias fueron importantes…?

MARINO PÉREZ ÁLVAREZ.– Mi llegada a la psicología, como seguramente la de la mayoría de mi generación, hay que situarla en el contexto del creciente interés que tenían entonces (en los años de 1970) las ciencias humanas: el funcionamiento de la sociedad y su mejora, las ideologías, la acción política, los resortes del poder, la enajenación, la liberación de los individuos, etc. Entonces se “elegía carrera” por lo que a uno le gustaba y le parecía interesante estudiar. No como ocurre ahora, me temo, por un cálculo en función de las “salidas”. Aunque esto no encaja con el interés que sigue teniendo actualmente la psicología, que no tiene “colocación” para tantos que la estudian, ni me parece a mí que la estudien por lo mismo que lo hacíamos en mi generación. Es un “enigma” de la cultura, digno de Marvin Harris, entender por qué tanta gente estudia hoy psicología.

El interés actual por la psicología se enmarca, según me parece, en el individualismo, subjetivismo y emocionalidad imperantes en los tiempos del llamado por Lipovetsky consumismo emocional (ser “tú mismo”, inteligencia emocional, autoestima, psicología positiva, etc.), distinto del auge de las ciencias humanas del “siglo pasado”, dicho así para enfatizar la distancia histórica que parece haber, aunque esta distancia está todavía en la escala biográfica de algunos, como yo. Dentro de la psicología, la psicología clínica es la entrada principal, la psicología por antonomasia, sin menoscabo de la pluralidad de ámbitos de estudio del comportamiento y de perfiles profesionales que tiene, antes y ahora. Cuando se llega a la psicología, la idea que se suele tener, por oscura que sea, es probablemente la de la psicología clínica. Comoquiera que sea, ese era mi caso.

La idea que tenía yo de la psicología a la altura de COU giraba en torno a Freud y el freudomarxismo. No recuerdo que ningún libro en particular me “marcara”, sino la atmósfera intelectual del “hombre unidimensional”, la alienación, la sociedad neurótica, la “personalidad acorazada”, etc. A partir de Freud, como pivote, figuraban Wilhelm Reich, Herbert Marcuse, Karen Horney, Erich Fromm, Carlos Castilla del Pino. Seguramente que eran lecturas que excedían la formación del momento pero, como quiera que fuera, esa era la atmósfera que respirabas. Más que influencias de lecturas o personas concretas, sitúo en este espíritu freudomarxista de los 70 la arribada a la psicología. Tampoco recuerdo “vivencias” que fueran importantes sino, más bien, experiencias a la contra como tener que explicar a familiares y conocidos qué era eso de la psicología, que ni siquiera se estudiaba en Oviedo, para qué valía, etc. No se trata de “vivencias” que fueran a favor de la elección, sino en contra, teniendo que justificarla, por no ser la psicología una carrera de referencia como las de médico, abogado, veterinario o periodista, que todo el mundo conocía y esperaba que estudiara quien quería estudiar. Tampoco creo que la elección fuera por ir a la contra. El espíritu objetivo se imponía una vez más al subjetivo, sin notarlo.

TdP.– Leyéndote,  impresionan tus amplios conocimientos de todo tipo, no solo psicológicos: filosóficos, históricos, literarios, neurobiológicos, etc.  ¿Cómo surge tu erudición?

MPA.– Cosas del oficio, no sin hacer yo, a veces, de mi propio Mefistófeles. Me explicaré. El oficio de profesor no solo conlleva y propicia, sino que obliga a estudiar. Se da además la circunstancia de que entre mis aficiones figura la lectura, creo que desde antes de saber leer, haciendo como que leías, tú solo, según veía a los que sabían leer, ya que mis padres tenían cosas más importantes que leer cuentos al niño como atender al ganado en una aldea de Asturias (de cuyo nombre quiero acordarme—Ese de Calleras, en Tineo). Siempre que puedo, estoy leyendo—nunca se me ocurriría hacer meditación o mindfulness para relajarme, sino leer algo, no cualquier cosa, sino alguno de los múltiples libros que siempre tengo pendientes. En casa ya me aceptan así y no esperan que esté reparando cosas por allí, ni que vuelva a ver Los puentes de Madison.

La lectura no la concibo como “pasatiempo” (“matar el tiempo” debiera estar penado), sino que siempre hace al caso de temas y problemas que tenga entre  manos. Aparte de que nada de la psicología me es ajeno (como dirían Terencio y Unamuno), tengo para mí, después de escucharlo más de una vez a José Luis Pinillos y se dijo antes de la medicina, que “el psicólogo que solo de psicología sabe, ni psicología sabe”. Pero tampoco estoy solamente interesado en psicología sino, en general, en las ciencias humanas (de ahí todavía más apropiado lo de Terencio y Unamuno, acerca de que nada de lo humano me es ajeno). Y esto no deja las demás ciencias fuera, en particular la biología y neurobiología, así como la vida en la Tierra y el “puesto del hombre en el cosmos”. En la confluencia de todo esto surge la filosofía.

Pondré el ejemplo de mis andanzas últimamente por la neurociencia y la genética. No se deben solo a las razones que decía Séneca por las que él leía de vez en cuando a sus contrarios los epicúreos—por si tenían algo que ofrecer—, sino por confrontar posiciones que parecen poner en entredicho las propias y, por lo visto, “parecen” más que propiamente lo hacen. Me refiero a la confrontación que la psicología y en general las ciencias humanas necesitan hacer hoy de la neurociencia y en particular del cerebrocentrismo. Esta necesidad me surgió al discutir el papel de la industria farmacéutica en propagar diagnósticos como si fueran enfermedades como otras cualquiera, que hemos abordado en La invención de los trastornos mentales. Se hace necesario ver si, realmente, tenemos que repensar los problemas psicológicos en términos neurobiológicos o qué está pasando para que parezca así. Asimismo, al sostener una tesis histórico-cultural (frente a una natural) acerca de la naturaleza de los trastornos psicológicos, como la ensayada en Las raíces de la psicopatología moderna, se hace necesario, también en este frente, tomar posición sobre el cerebro y, por así decir, ponerlo en su sitio. Para acometer esto tenía previsto un capítulo del libro recién citado, pero derivó en otro libro, El mito del cerebro creador, que terminaría por salir antes. Y un libro como éste tiene que movilizar concepciones y hallazgos neurocientíficos, así como y, sobre todo, criterios y doctrinas filosóficas. Al final, se vería que el problema con y de la neurociencia es filosófico, no meramente neurocientífico.

Otro frente que tengo abierto tiene que ver con la esquizofrenia. El principal “escollo” para un planteamiento histórico-cultural de la esquizofrenia, como el mío, me llevó a confrontar su concepción genética que, prácticamente, ya ni se discute. Este excurso a la genética terminó en una larga excursión por el nuevo campo de la epigenética. La epigenética supone repensar la genética. Así, por ejemplo, las dicotomías genética/ambiente, genotipo/fenotipo y patogenia/patoplastia (reductos del dualismo cartesiano), se disuelven. En la perspectiva epigenética la conducta de los organismos y el medio recobran el protagonismo en el desarrollo. Al final, encuentras que no es tan “genética” la génesis de la esquizofrenia, sino que todo queda resituado en la escala del desarrollo donde, por cierto, lo poco bien establecido en términos etiológicos tiene que ver con “experiencias traumáticas” y “apegos desorganizados”.

Metido en la excusión epigenética, me pasó una vez más que terminé por ser mi propio Mefistófeles, tentándome con saberes más allá y más profundos, contrayendo compromisos en la forma de conferencias y artículos que obligan a saber lo que no sabía y a responder de ello y, como diría un personaje de El rey Lear, a ser lo que pareces. Ejemplos fáusticos de estas tentaciones fueron la esquizofrenia como tema de la Lección Inaugural del curso 2011-2012 de la Universidad de Oviedo (Esquizofrenia y cultura moderna, una versión abreviada en Psicothema, 2012, vol. 24, nº 1, pp. 1-9) y la “entelequia genética” como conferencia en las jornadas sobre Finalidad y Teleología de la Fundación Gustavo Bueno (Entelequia genética: ni en las estrellas ni en los genes está nuestro futuro, en El catoblepas, nº 124, junio 2012). Cuando te metes en “camisas de once varas” quedas obligado a responder de ello.

Esto “justificaría” la variedad de conocimientos en juego, cosas del oficio, no sin afanes fáusticos.

TdP.– En tus libros y artículos está muy presente la reflexión filosófica y epistemológica. ¿Cuál ha sido tu formación filosófica?

MPA.– Sí, efectivamente, la filosofía está implicada en los temas sobre los que escribo, porque ellos mismos implican cuestiones filosóficas. Como dice Karl Jaspers, no hay escape de la filosofía, aun quien la rechaza está haciendo filosofía sin saberlo, por lo común, oscura y mala. Todo estudioso de la psicología o psiquiatría, por científico, empírico o profesional que quiera mantenerse, no por ello está exento de alguna filosofía espontánea, generalmente, ingenua, plagada de supuestos y prejuicios no reconocidos. Y la solución no es tener una filosofía, sino qué filosofía tener.

Por lo que a mí respecta, mirando hacia atrás, veo que la “filosofía” siempre ha tenido para mí un halo de importancia, de grandeza, de altura, de profundidad, distinto del halo negativo que suele tener hoy entre los estudiantes y los clínicos. Los libros de bolsillo de la Colección Austral (de Espasa-Calpe), de Alianza Editorial y de aquella mítica “colección básica Salvat libro RTV”, hicieron el resto, con Unamuno y Ortega a la cabeza. En COU me encontré con Ortega, prácticamente en persona, en la figura del profesor de filosofía, don Pedro Caravia, que había sido discípulo suyo. Ortega hacía tándem con Unamuno: si Ortega te ofrecía “lecciones” de filosofía cotidiana y metafísica (la vida como quehacer de la vida, yo soy yo y mi circunstancia), Unamuno te sacudía con el “sentimiento trágico de la vida” y la voluntad quijotesca por encima de todo, un tándem muy apropiado, creo yo, para pasar por la adolescencia de la forma menos imbécil posible, como podría decir Chesterton.

En la facultad de Filosofía de la Universidad de Oviedo (en aquella época para estudiar Psicología había que hacer dos cursos comunes a varias disciplinas), me encontré con Gustavo Bueno, un filósofo total. Bueno estaba desarrollando todo un sistema filosófico, el materialismo filosófico, que incluía una ontología materialista (frente al idealismo y dualismo dominantes) y una teoría de la ciencia especialmente centrada en las ciencias humanas (frente al positivismo y teoreticismo al uso), así como una exposición crítica y reconstructiva de la historia de la filosofía, en diálogo y confrontación directa con filósofos antiguos, modernos y contemporáneos. Aun recuerdo los libros que Bueno recomendaba el primer día de clase, por así decir, para empezar a hablar: El estudio del hombre (Linton), Introducción a la semiología (Mounin), Psicoanálisis de la sociedad contemporánea (Fromm), Los filósofos de la vida material (Heibroner), El cerebro viviente (Walter), amén de Marvin Harris. Todos los filósofos, sistemas filosóficos y teorías de la ciencia quedan “situados” en la perspectiva del materialismo filosófico, de manera que ya no comulgas con cualquier cosa.

Curiosamente, la psicología no está “bien situada” en la filosofía de Bueno. Por ejemplo, Bueno critica a Kant por psicológico.  Aun así, Bueno no me desvió de la psicología, sino que seguramente me sirvió para “situarme” con solidez en ella (y aquí entraría Skinner y el conductismo radical) y con criterios críticos, sin comulgar con tendencias y modas como en su día la psicología cognitiva y ahora la psicología positiva y la neurociencia cognitiva (cerebrocentrismo). Así, mi crítica y alternativa al monismo materialista que reina en la neurociencia tiene su base en el materialismo filosófico que tanto se opone al dualismo como al monismo. Mi reciente crítica a la psicología positiva (“La psicología positiva: magia simpática”, en Papeles del Psicólogo, vol. 33, nº 3, pp. 183-201) toma como argumento último y definitivo el impresionante análisis que hace Bueno de la felicidad en El mito de la felicidad (2005).

TdP.– En menos de diez años has publicado varios libros muy importantes y un montón de artículos. ¿Cuál es el secreto de tu productividad?

No hay fútbol todos los días y eso deja mucho tiempo libre. Además está el oficio de profesor universitario, tiranizado como está por el dilema “publicar o perecer” (publish or perish). Más en particular, esa tiranía consiste en publicar en revistas con “factor de impacto”. Todo lo que publicas en “otras” revistas, así como libros, queda fuera de la productividad por la que se valora el rendimiento académico (complementos, capacidad investigadora, etc.), no importa el verdadero impacto que pudieran tener. La psicología académica ha entrado en la locura de publicar en revistas de “impacto”, al margen de que se tenga algo que decir. Ciertamente, esas publicaciones tienen un nivel de calidad, pero es cierto que seguramente han llevado a muchos a adquirir sin más el “tranquillo” de publicar como si se tratara de una factoría, sin otra contribución que un ítem más a su propio currículum. En psiquiatría pasa lo mismo, con factorías de publicaciones que tal pareciera que se justificaran por sí mismas, al margen de la relevancia clínica, según ha denunciado Julio Vallejo (en Proceso a la psiquiatría).

Por mi parte, me he querido mantener anfibiamente en el mundo de publicaciones por mor de la “productividad” científica y en el mundo de publicaciones, por así decir, más libre-pensadoras, de género ensayístico. En las revistas con factor de impacto también se puede escribir  libremente lo que sea, con tal de que cumpla ciertas normas (estándares y estilos). El problema es que, en España, artículos teóricos a duras penas son valorados como “productividad”, lo que depende en buena medida del “talibán” de turno que esté en la comisión de valoración, porque la productividad tiene que ser empírica, no importa lo improductiva que sea. Ahora que lo pienso retrospectivamente, me podría servir de una distinción de Buñuel en la que él reconocía que había hecho películas “alimenticias”, para poder hacer las que quería, con las que verdaderamente se identificaba. Yo podría admitir que también he hecho trabajos por asegurarme la “productividad”, con miras a otros trabajos más “personales”. Aparte está que unos libros te llevan a otros. La presión académica de publicar o morir, dentro de la vida anfibia entre productividad estándar y ensayo librepensador, sin fútbol a diario, no otro es el secreto, creo yo.

TdP.– ¿Has tenido y tienes tiempo para la práctica clínica? Si es así, ¿qué tipo de tratamientos has aplicado y aplicas más?

MPA.– He tenido práctica clínica durante unos seis años, en la década de 1980, en el marco de un “gabinete de psicología”, con un colega. La temática que atendíamos era la típica, supongo, de la práctica privada, incluyendo problemas escolares de comportamiento y de aprendizaje. El ahora famoso TDAH (Trastorno por déficit de atención con hiperactividad) se llamaba entonces “lesión cerebral mínima” y ahí empezó mi rebeldía con causa frente al cerebrocentrismo. De la actual manía bipolar infantil, ni rastro había.

Nuestra experiencia fue autodidacta, con atrevimiento pero también con absoluta preocupación y responsabilidad en la preparación de cada caso. La lógica de la terapia de conducta permite fácilmente la autocorrección, no ya de un caso para otro, sino de una sesión para la siguiente.

Actualmente, no tengo práctica clínica, ni podría tenerla, según no están vinculadas las plazas de las Facultades de Psicología a los Servicios de Salud. Mi contacto con la clínica ahora es como investigador, dentro de proyectos, donde figuran clínicos tanto de centros públicos como privados. El mayor tema de investigación actual se centra en la esquizofrenia, en la perspectiva que trata de mostrar el papel mediador de la disociación entre las adversidades de la vida (trauma, apego desorganizado) y los síntomas psicóticos (alucinaciones, delirios). Esta línea está liderada, dentro de nuestro grupo, por el psicólogo clínico Salvador Perona, del Sistema Andaluz de Salud, quien es una reconocida autoridad mundial en el tema, así como por el profesor José Mª García Montes de la Universidad de Almería. Además de los correspondientes hallazgos empíricos, nos importa reconsiderar la esquizofrenia como un trastorno del yo, antes que del cerebro. En cuanto a terapias, estoy particularmente interesado en las terapias contextuales con base en la persona, de inspiración fenomenológica-conductual, por más señas, terapias que enfatizan la aceptación en vez de la eliminación de los síntomas, el compromiso de actuar en dirección a valores en vez de hiper-reflexionar sobre uno mismo y la recuperación del sentido del yo en un contexto interpersonal.

TdP.– ¿Qué determina la orientación teórica de un psicólogo? En tú caso, ¿qué te llevó a optar por el conductismo? Has hablado del conductismo como filosofía de la conducta. Jugó un papel la filosofía –tu formación filosófica– en tu opción por el conductismo.

MPA.– Si, de acuerdo con Ortega, la vida se compone de vocación, circunstancia y azar, todo esto se habría de considerar. En mi caso, la vocación, no en el sentido un tanto cursi de llamada, sino en el orteguiano-sartriano de proyecto, sería estudiar psicología, como viene apuntado en la primera pregunta. La cuestión sería cómo es que estando abocado al psicoanálisis, según el zeitgeist freudo-marxista con el que entré en la Universidad de Oviedo, terminé en el conductismo. Aquí entran las circunstancias y, acaso, el azar. La circunstancia es la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid (en Somosaguas), donde la orientación se bifurcaba entre conductismo, representado sobre todo por Pinillos, y psicoanálisis, representado por Luis Cencillo, aunque ambos eran más complejos que esta asignación y, por supuesto, no eran los únicos en cada línea.

El azar podría estar en el grupo que te tocara, según estuviera más en la estela de Skinner o de Freud. De todos modos, el conductismo enfrentado al psicoanálisis era el de Eysenck y demás fundadores de la terapia de conducta (Rachman, Wolpe), a la sazón, la alternativa a la psicoterapia. Aun cuando este conductismo es distinto al conductismo radical de Skinner, con el que me identifico, me resultaba entonces atractivo por su beligerancia científica y aportación práctica, como era el zeigeist de las nacientes Facultades de Psicología. Si bien no discuto al azar su papel—como decía, según los profesores que te “tocaran”—, en mi caso el azar conductista que me “tocó” no desdecía de mi formación filosófica de la Universidad de Oviedo.

Lo que ocurre es que el supuesto azar fácilmente se convierte en necesidad, una vez metido en una trayectoria. Era muy propio entonces que la decantación conductista se autodefiniera frente al psicoanálisis y viceversa. Supuesto que los estudiantes de psicología fueran en un principio totipotentes, como el cigoto, la trayectoria en la que “caes” termina por diferenciarte, como en la diferenciación y especialización celular. Lo que no está claro es que después de la deriva conductista, psicoanalista, sistémica o gestáltica, uno pudiera volver a ser totipotente, si se situara de nuevo en el punto de partida, cosa que sí ocurre con las células diferenciadas si se las coloca en un huevo no fertilizado (como han demostrado los laureados con el Nóbel de Medicina de 2012). Difícilmente uno retrospectivamente pudiera pensar que pudiera ser otra cosa (¿un lacaniano conductista?, ¿un conductista lacaniano?), pero acaso lo podría ser. Valga esta especulación para relativizar los fundamentalismos. Me gustaría poder decir, como dice Fichte de los filósofos, que la psicología que uno elige depende del tipo de persona que se es. Pero no tengo claro que eso se pueda demostrar, más que mediante encajes retrospectivos. Por eso es casi todo cosa de vocación—a menudo sin estar clara la llamada—, de circunstancias y de azares.

Conductismo

TdP.– Te has definido como conductista radical.  ¿Puedes caracterizar brevemente tu manera de entender el conductismo? ¿En qué se diferenciaría de otros tipos de conductismo?

MPA.– Para ver con discernimiento el conductismo, es imprescindible la distinción introducida por Skinner en 1945, entre conductismo radical y metodológico. El radical es el de Skinner y el metodológico es el resto de conductismos como, por ejemplo, el de Eysenck, pero también la psicología cognitiva, la cual no se sale del esquema E-R (Estímulo-Respuesta), por más que en términos I-O (Input-Output).  El conductismo radical quiere decir que es total en el sentido de que no excluye de su estudio ningún evento psicológico por el requisito metodológico de que no sea públicamente observable, como hace precisamente el conductismo metodológico. El conductismo metodológico excluye los eventos privados (mundo interior, actividad mental, experiencia subjetiva) como tema de estudio por derecho propio por no ser observables y los reintroduce después a título de hipótesis y constructos intermedios entre E-R y, en el caso de la psicología cognitiva, entre I-O. En el conductismo metodológico y típicamente en la psicología cognitiva los eventos privados o, como dicen, las variables intermedias, se convierten en cajas y diagramas de flujo: una especie de maquinaria acorde con su concepción mecanicista. Pero Skinner no excluye el mundo subjetivo por inobservable y así supuestamente inapto para la ciencia. No lo excluye porque de hecho es observable, con la particularidad de que lo es para una única persona: uno mismo.

La cuestión ahora para Skinner se vuelve en estudiar y entender cómo es que una parte del mundo se da solamente a uno. La clave, para Skinner, está en ver cómo la sociedad o comunidad verbal enseña a los individuos empezando por los niños y estos aprenden a tener y dar cuenta de esa parte del mundo que es el mundo subjetivo. Son los demás, la comunidad verbal representada por los padres, los primeros interesados en que el niño dé cuenta de lo que le pasa, siente, piensa, etc. En la perspectiva skinneriana el mundo interior es una parte del mundo socialmente roturada y rotulada por medio del lenguaje, no un mundo aparte, supuestamente auto-originario y auto-fundado, que emergiera de no se sabe dónde. El conductismo radical es también “radical” en el sentido de ir a la raíz donde radica el mundo privado, interior, subjetivo y, hasta mental, si se quiere: términos que no escandalizan al conductista radical, pero que tampoco lo confunden con mentalismos.

La asimilación que suele tener la gente del conductismo radical como “tajante” y “excluyente” vale, si acaso, para el conductismo metodológico y su secuela la psicología cognitiva (procesamiento de información y demás), que son las doctrinas que en verdad excluyen el mundo interior como apto para su estudio por derecho propio, como dice Skinner, para reintroducirlo después por la puerta de atrás a título de hipótesis y constructos teóricos. Otra cosa es que el calificativo “radical” elegido por Skinner para caracterizar su conductismo se haya prestado a su descalificación. Es quizá por eso que la versión académica actual del conductismo radical haya adoptado el nombre más afortunado de contextualismo funcional, al hilo de toda una nueva generación de terapias contextuales.

El conductismo radical tiene un alcance filosófico mayor que el generalmente reconocido por los conductistas que, como la mayoría de los psicólogos, son vegetarianos de la filosofía. Así, yo, pero no solo yo, percibo una afinidad entre el conductismo radical y la fenomenología y el existencialismo y no solo por su radical adualismo frente al idealismo y el dualismo, sino también por la apertura de la vida a través de la acción operante (contingencia y drama). Como quiera que sea, hay dos Skinner: el experimental de la “caja de Skinner” y el hermeneuta de la conducta humana de obras teóricas (sin hipótesis ni constructos) como Ciencia y conducta humana (de 1953), Conducta verbal (de 1957) y Sobre el conductismo (de 1974). No está de más recordar aquí que en estas obras los autores más citados son Freud y Shakespeare.


TdP.– En 2004, en la presentación de Contingencia y drama, te quejabas de la falta de vigor del conductismo, no acorde con sus contribuciones. ¿Ha cambiado algo en estos años?

MPA.– Sí, decía y sigo creyendo que el conductismo no está vigente como debiera y eso se nota en la desvertebración de la psicología: que sí estudia la mente, el procesamiento de la información, la autoeficacia, la autoestima, el cerebro o, últimamente, la felicidad. Parece que la psicología no tuviera un objeto o campo definido, según éste se mueve cada década. La psicología ha perdido de vista dos aspectos esenciales debidos al conductismo: la conducta cualquiera que sea su modalidad (verbal y no-verbal, etc.) y su aprendizaje. Aun cuando todos esos constructos (mente, procesamiento, cerebro, felicidad) se estudian o estudien para entender la conducta (lo que hace, piensa, siente la gente), no dejan de ser, como diría Skinner, estaciones intermedias entre las condiciones ambientales (contexto, sociedad, cultura) y la conducta de interés. Estaciones intermedias que están más para ser explicadas que para tomarlas como explicación.

Así, la explicación de las actividades humanas en términos cerebrales siempre está a expensas de las condiciones a las que el propio cerebro “responde”, de acuerdo con su plasticidad. Una explicación desde dentro siempre se queda a medias o incompleta, porque está a expensas de la historia de aprendizaje y condiciones contextuales de las que depende. Por eso digo que el cerebro es más variable dependiente, dependiente de la conducta de los organismos de acuerdo con las condiciones en las que empeñan y desempeñan su vida, que variable independiente, que fuera la causa de la conducta y del medio donde vive. El problema es que la gente hoy, incluyendo neurocientíficos y psicólogos, se quedan en las estaciones intermedias y, por así decir, en explicaciones a medias, al gusto de su concepción mentalista y cerebro-céntrica. Aunque las explicaciones desde dentro parezcan verdaderas explicaciones, por cuanto satisfacen a una psicología mentalista, humanista o neurocientífica, no serían explicaciones verdaderas para la psicología skinneriana. Con todo, ahí sigue vigente el conductismo y el análisis de la conducta y el contextualismo funcional, siquiera fuera como psicología de guardia.

TdP.– ¿Cuáles te parecen que son los tópicos más corrientes (y no vigentes) acerca del conductismo?

MPA.– Dos son sobre todo los malentendidos: el esquema E-R y la negación de la libertad y la dignidad. Se supone que el conductismo radical responde a un esquema E-R, pero no es cierto. Esto puede ser cierto, como decía, del conductismo metodológico, desde Watson a la psicología cognitiva, en este caso, bajo la especie Input-Output, pero no para el conductismo radical. Si acaso, el conductismo radical respondería al esquema R-E, porque el estímulo más relevante viene después de la respuesta, como efecto, consecuencia o como se dice reforzador. En las relaciones interpersonales el reforzador más natural consiste tanto en feedback (estar atento), como en empatía (estar con).

Pero ni este esquema valdría. En primera lugar, R sería más una conducta operante que una respondiente y, por su parte, E no sería propiamente un estímulo instigador, sino una consecuencia que se define por su valor o función según la historia y contexto del sujeto de que se trate. En segundo lugar, el análisis de la conducta incluye siempre otro término en cuya presencia ocurre la conducta y sus consecuencias, llamado Estímulo discriminativo o situación, por lo que se habla de “contingencia de tres términos” (no de dos, E-R o R-E). La contingencia de tres términos representa una estructura unitaria de relaciones recíprocas, dialécticamente constituidas. Aun más, la contingencia de tres términos implica una estructura causal final (aristotélica), propositiva, donde el propósito o fin forman parte de la propia estructura causal, no de una representación mental separada que impulsara la conducta. La conducta operante es inherentemente intencional, como lo pueda ser la operación de abrir una puerta, una emoción o un síntoma. Filosóficamente, la contingencia de tres términos se correspondería con la fórmula orteguiana de “yo soy yo y mi circunstancia” y la heideggeriana de ser-en-el-mundo.

También se supone que Skinner niega la libertad y la dignidad, acaso sugerido por el título “Más allá de la libertad y la dignidad”. Lo que critica Skinner es esa “literatura de la libertad” que se opone a todo tipo de control, al definir la libertad en términos de sentimientos o de estados mentales, como si uno estuviera únicamente sometido a control cuando siente o tiene conciencia de estar controlado (lo que ocurre, en particular, cuando el control es aversivo o implica una restricción o coacción).  Esta literatura se empeña en “concienciar” a la gente del control punitivo, pero es incapaz de afrontar formas de control que no incitan a la huída o a la rebelión y que, sin embargo, no dejarían de tener consecuencias negativas. Un esclavo puede estar controlado de forma positiva y hasta sentirse feliz y, sin embargo, no por ello deja de ser esclavo, como se es “esclavo” del consumismo, sin que nadie obligue a serlo con métodos punitivos.

La cuestión no es control o no control, sino analizar las formas de control que nos afectan (acaso para oponerse a ellas) y diseñar las que convengan. Aunque la tecnología ha liberado al ser humano de ciertas modalidades aversivas del ambiente, no le ha liberado del ambiente mismo. La cuestión sería remodelar el ambiente de modo que controle la conducta según convenga, no esperar que brote espontáneamente una supuesta libertad creadora. El educador rusoniano no deja de ser un controlador sutil cuando cree que el niño hace lo que quiere, siendo que, en realidad, es él mismo quien decide lo que el niño quiere hacer. La libertad está socialmente organizada y lo que hace Skinner es estudiar cómo de hecho lo está y acaso podría estar de otra manera, al servicio de otros valores.

En cuando a la dignidad, la ciencia de la conducta no deshumaniza al hombre, sino que lo des-humunculiza, poniendo en entredicho el hombre interior como piloto de la acción. La imagen que surge del análisis de la conducta no es ciertamente la de un cuerpo con una persona dentro (mente, homúnculo), sino la de una persona que opera en el mundo. La conducta es relación con el ambiente, pero debemos recordar, dice Skinner, que se trata de un ambiente en su mayor parte producto del hombre mismo (mundo). No se puede decir que el ser humano quede reducido al papel de víctima o de observador pasivo de cuanto acontece. Por el contrario, se concibe al ser humano como sujeto operante.

TdP.– Desmintiendo uno de esos tópicos, tu manera de entender el conductismo “no recorta el mundo interior en aras del método” y no prescinde de las nociones de sujeto y de persona.  ¿Nos puedes decir algo sobre el sujeto operatorio y de la manera en que el conductismo entiende y trata las conductas internas: las fantasías, los sentimientos, los recuerdos, los sueños, etc.?

La noción de sujeto operatorio no es un concepto técnico del conductismo, sino del materialismo filosófico. Para el caso, puede ser intercambiable por la de sujeto operante. La noción de sujeto operante tiene una filiación en Bueno, así como en Ortega. Bueno habla de sujeto operatorio para referirse a un sujeto corpóreo que se define ante todo por sus operaciones práctico-manipulativas las cuales ya implican inteligencia y pensamiento. Por su parte, Ortega habla de sujeto ejecutivo por destacar el carácter práctico del quehacer de la vida, antes que pensar y representar la vida. Al fin y al cabo, con el pensamiento, la imaginación o la fantasía no se come, ni se hacen casas. Una perspectiva radical tiene que situarse en esta escala corpórea que ha hecho al hombre ser lo que es, antes de la distinción intelectualista (burguesa) que pone el intelecto y la oficina, por un lado, y la conducta y la mano de obra, por otra. Quizá no tenemos manos porque somos inteligentes, sino que somos inteligentes porque tenemos manos.

En este sentido, el sujeto operante sería el primer analogado o prototipo de sujeto, que tiene primacía cronológica (ontogenética e histórico-social), ontológica (condición de base y posibilidad de todo sujeto) y gnoseológica (por lo que hace lo conoceréis) sobre el resto de variedades de sujeto: gramatical, mental, interior, simbólico, soñador, etc. Las operaciones corpóreas no son meras conductas que ejecutaran programas mentales o plasmaran ahí-fuera una psique interior, sino ellas mismas serían operaciones-mentales y subjetivas que implican al organismo o sujeto como un todo. Y en su caso, los “síntomas” no serían meras manifestaciones externas de supuestas averías internas, sino una acción que epitomiza el modo de estar-en-el-mundo, in toto. El individuo como un todo está presente en cada gesto, acto o síntoma. El hecho de que se puedan realizar operaciones mentales “interiores” está presuponiendo operaciones manuales previas, como contar con los dedos, amén de prácticas institucionales y memorias ambientales. El sistema decimal tiene su base probablemente en los diez dedos de las manos. La propia etimología de términos mentales deriva de objetos y prácticas ambientales, empezando por pensar, de pesar sopesando una cosa en una mano en comparación con otra cosa en la otra mano o en una balanza. Y por su parte, los síntomas no dejarían de ser formas-de-estar-mal, socialmente organizadas, en vez de ser expresiones de un supuesto hontanar subjetivo auto-originario.

Las fantasías, los sentimientos, los recuerdos, los sueños, no son tópicos por lo que se haya caracterizado el conductismo, pero tampoco son temas que anatematizara. No quedan fuera del conductismo, entre otras cosas, porque no dejan de ser conductas. Aunque no sean conductas práctico-manipulativas como abrir-una-puerta, no dejan de tener momentos corpóreos y ambientales decisivos, por más que se celebren como mentales interiores. Entre sus momentos corpóreos figura la actividad manipulativa de hacer cosas con las manos y con palabras. Y las cosas así construidas pasan a ser objetos del ambiente (instrumentos, pinturas, escritos) que permiten nuevas, imprevistas e infinitas operaciones, construcciones y reconstrucciones fantásticas. Otra cosa es que lleguen a predominar las fantasías interiores sobre las operaciones ambientales, pero aquéllas se construyen sobre éstas: conductas verbales, escritura, artefactos, instituciones para la enseñanza de la fantasía como los cuentos infantiles, las películas, etc. Para el conductismo, la fantasía no es un mundo aparte, sino una parte del mundo “bajo la piel”, extendida de mezclar y reelaborar cosas y palabras.

Los sentimientos en la perspectiva conductista toman el aspecto de sub-productos o, más dignamente dicho, de experiencias afectivas derivadas de las conductas operantes y con funciones sobre éstas. Así, si nuestra acción fluye con éxito deriva la satisfacción y la alegría, si encuentra obstáculos, surge frustración, enfado o ira, etc. La falta de un sentimiento notable no indicaría ausencia de sentimiento o afecto, como tampoco un sentimiento subido o una emoción intensa carecen de intencionalidad operante. La teoría de las emociones de Sartre como maneras de aprehender el mundo representa, en mi opinión, un punto de vista conductista operante: las emociones como operaciones mágicas. Por su parte, los recuerdos no dejan de ser conductas de recordar, con su peculiaridad, pero no sin estímulos discriminativos, operaciones, resultados, etc. El conductismo de-sustantiva el carácter hipostático o de sustantivación que suelen tomar actividades propiamente como recordar o pensar, convertidas en entidades—estructuras, sustancias—mentales como recuerdo o pensamiento.

Los sueños son estudiados por Skinner en el capítulo “Percibir” (Sobre el conductismo) y así concebidos en términos de conducta perceptiva que ocurre en las condiciones de atenuación estimular y operatoria del estado dormido. Skinner empieza por situar los sueños en la perspectiva y en la continuidad de ver sin la cosa vista y del soñar despierto. Una cuestión abierta es si la restricción estimular del sueño libera contenidos de la vida impensados y de otra manera perdidos o produce conductas perceptivas caóticas, sin mayor control ni especial sentido: si los sueños explican recovecos ignotos de la vida o tienen que ser explicados por la vida. Como en todo, el conductismo pondría énfasis en las influencias contextuales, desde los materiales biográficos y experiencias del día a las objetividades culturales (símbolos), así como en el aspecto de “acción ideomotora” en la producción y análisis de los sueños. Skinner podría compartir con Freud las “licencias expresivas” que se dan en los sueños, similares a las lingüísticas (dobles sentidos, abstracciones, alegorías, etc.). Los sueños como realización de deseos, según Freud, consistirían en Skinner en conductas perceptivas reforzantes sin las contingencias restrictivas de la realidad.

TdP.– Brevemente, ¿cómo concibes las relaciones de conducta y lenguaje?

MPA.– El lenguaje es una forma de conducta: la conducta verbal en la perspectiva skinneriana. La mayor parte de la vida y obra de Skinner estuvo dedicada al lenguaje (los que solamente asocian a Skinner con la “caja de Skinner”, ni de Skinner saben). Conducta verbal es la conducta que consiste en relacionar estímulos o eventos de una manera que no necesita ser entrenada directamente, pero cuya habilidad deriva del aprendizaje operante. La tradición skinneriana del lenguaje tiene hoy su mayor desarrollo dentro de la Teoría del Marco Relacional, base también de toda una nueva generación de terapias psicológicas.

La conducta verbal se define por sus funciones relacionales consistentes en establecer y derivar relaciones entre eventos, no por su forma topográfica, vocal o bucal. La conducta verbal o para el caso el lenguaje se relaciona con la propia conducta verbal—oral, privada o escrita—, lo que en el análisis de la conducta se denomina función auto-crítica,  así como con la conducta no-verbal, de acuerdo con la distinción entre reglas y contingencias. El lenguaje proporciona reglas que suelen precisar las conductas requeridas y facilitar el contacto con las contingencias, pero también puede enredar a uno, haciendo su conducta rígida, sin la adecuada flexibilidad de acuerdo con las condiciones cambiantes.

En un experimento típico, a los participantes se les propone la tarea simple de presionar un botón en orden a obtener puntos. A unos se les da una regla precisa de cómo hacerlo: “presionar el botón cuando la luz esté encendida”, y a otros una indicación general sin especificar cómo se obtienen los puntos. Todos reciben feedback inmediato de su éxito. Los que conocen la regla alcanza el éxito más rápido que los que aprenden por ensayo y error. Después de que están igualados, las contingencias cambian de manera que la regla anterior ya no sirve. Aquellos que siguieron la regla tienen ahora mayores dificultades que aquellos que estuvieron desde el principio en contacto directo con las contingencias. La regla que fue ventajosa en las primeras condiciones, fue desventajosa en las nuevas. Así, uno puede estar respondiendo más a reglas que ya no funcionan, que a las propias contingencias. Esta inflexibilidad psicológica constituye un tópico del contextualismo funcional, que está en la base de una concepción psicopatológica y terapéutica.

TdP.– ¿Ha habido una evolución en tu concepción del conductismo? Tenemos la impresión de que se ha ido cargando de reflexión filosófica y epistemológica, y abriendo a la fenomenología. ¿Es así?

MPA.– El conductismo ya es de suyo una filosofía de la psicología y no propiamente una ciencia o una técnica que, en su caso, sería el análisis de la conducta. Como tal filosofía, implica una ontología o concepción de la vida, afín a unas doctrinas filosóficas y opuesta a otras. Así, el conductismo se opone al dualismo y al idealismo y a sus versiones psicológicas  como la psicología cognitiva y es afín al pragmatismo, al funcionalismo (teoría de la evolución), al materialismo cultural (Marvin Harris) y a la fenomenología europea continental (Ortega, Sartre, Heidegger, Husserl, por este orden). En este contexto, profesar el conductismo significa estar de lleno en la filosofía, con sus enfrentamientos y afinidades.

El énfasis del conductismo en el ambiente no es meramente por razones técnicas o prácticas, sino ontológicas acerca de la naturaleza constitutiva y constructiva (más que simplemente interactiva) del ser-humano enraizada en el mundo. La noción de sujeto operante se sostiene en este enraizamiento práctico-vital de vivir, que tanto obliga (sujeta) a las contingencias y circunstancias presentes, como permite modificarlas mediante la conducta (no la mente) que abre paso y, por así decir, tienta y horada el futuro. Tanto por su radical adualismo como por este quehacer práctico de la vida, el conductismo tiene afinidad con la fenomenología y el existencialismo y ambas doctrinas se podrían beneficiar mutuamente: mientras que la fenomenología podría adoptar una noción de sujeto operante más propia que el sujeto subjetivista que parece sostener a veces (contando con la noción de intencionalidad operante que ya figura en Husserl y Merleau-Ponty), el conductismo podría tomar de esas doctrinas aspectos hermenéuticos y descriptivos de la subjetividad. Más en particular, mi “apertura” a la fenomenología viene pedida por el interés en un modelo fenomenológico-contextual-conductual de la psicopatología, alternativo al modelo médico-cognitivo-conductual al uso.

TdP.– ¿Cuáles son tus críticas al cognitivismo? ¿Cómo valoras su evolución?

MPA.– Critico el cognitivismo por ser una versión del dualismo, que ha reintroducido el fantasma en la máquina. Tal como yo lo veo, el cognitivismo es también una versión del conductismo metodológico que sin embargo cree superar, pero que en realidad lo que ha hecho es sustituir el esquema estímulo-respuesta, E-R, por el de input-output, I-O, y así estudiar el guión del medio, a cuenta del procesamiento de la información, una de las metáforas más nefastas para la psicología. Lo critico también en el plano de la terapia, por su perspectiva mecanicista e individualista de los problemas psicológicos, como cosa de filtros de procesamiento y de esquemas disfuncionales. La terapia cognitiva o cognitivo-conductual también me resulta criticable por su adopción del modelo médico, sin menoscabo de reconocer su mérito de medirse con la medicación y de mantener las terapias psicológicas en el mapa, prácticamente arrasadas por la psicofarmacología.  La evolución a la  neurociencia cognitiva la valoro como una prueba de su insolvencia como teoría del funcionamiento psicológico y de su connivencia con el mecanicismo. Por su parte, la evolución o reencarnación de la psicología cognitiva como psicología positiva revela su carácter ideológico, como legitimación cientificista del capitalismo consumista.

Psicoterapia

TdP.– ¿Sigues pensando, con Skinner, que escogemos “el camino equivocado desde el principio cuando suponemos que nuestra meta es cambiar la mente y el corazón de los hombres en lugar de cambiar el mundo en el que viven”?

MPA.– Eso lo dice Skinner en un artículo titulado “Por qué no soy un psicólogo cognitivo?” y por lo que digo en la pregunta anterior, sigue siendo válido también para mí y actualmente. La deriva individualista, mentalista y por más señas cerebrocéntrica pide restituir un sujeto de cuerpo entero, de carne y hueso, no solo neuronal,  situado ante la vida, tan dependiente de las circunstancias como responsable de ellas. Me atengo el célebre emblema filosófico de Ortega y, en particular, a su continuación. Se suele recitar la primera parte: “Yo soy yo y mi circunstancia”, e ignorar o pasar por alto la segunda: “y si no la salvo a ella, no me salvo yo.”

TdP.– Has criticado reiteradamente la tendencia a psicologizar los problemas sociales. ¿De qué manera se están psicologizando problemas en la actualidad? O si quieres, ¿cómo diferenciar los problemas psicológicos de los problemas psicologizados?

MPA.– Bueno, el término psicologización es una variante de medicalización o como también se podría decir psiquiatrización. En general, consiste en convertir vicisitudes normales de la vida en categorías clínicas. Un ejemplo reciente se encuentra en el trastorno bipolar infantil, donde la irritabilidad, cambios de humor y, en realidad, las molestias que los niños causan a los adultos se convierten en una patología y además severamente medicada. El trastorno bipolar infantil ya venía precedido por la moda bipolar en adultos y por el TDAH en los niños, otro ejemplo escandaloso de conversión de problemas con los niños en categorías clínicas. Otro ejemplo reciente es la conversión de la timidez en ansiedad social. Sin ignorar que existen problemas de la vida y con los niños, un problema psicologizado se caracteriza por su descontextualización, recortado del contexto biográfico y de las circunstancias personales, como si tuviera entidad y autonomía propia (un niño TDAH, bipolar, etc.). Además de diversos intereses creados (industria farmacéutica, etc.), la literatura de autoayuda es ya una industria de psicopatologización de la vida, con la búsqueda de la felicidad a la cabeza de la desesperación y distracción de las cosas importantes de la vida, empeñada la gente en ser feliz en vez de ser normal.

TdP.– Has recordado que cada cultura genera sus síntomas (y sus trastornos) como también genera determinados tratamientos e intervenciones. ¿Qué factores culturales favorecen actualmente determinados síntomas o trastornos mentales? ¿Y, dejando de lado los tratamientos psicofarmacológicos, qué tipo de psicoterapia se vería favorecida por la cultura actual?

MPA.– Los síntomas prevalentes y vigentes en una época son síntomas de la época. Así, la epidemia de depresión sería un síntoma de la insatisfacción inherente a la lógica de la sociedad de consumo. El funcionamiento del capitalismo consumista en el que estamos internados (Jünger acaso diría campo de concentración sin alambradas) depende de la insatisfacción de la gente con lo que tiene, deseando siempre lo que no tiene, de manera que va a predominar el deseo sobre el objeto y de esta “carencia” a la depresión hay un paso. Puesto que la felicidad con la cosa comprada suele durar un par de escaparates, llegará un momento en el que se disfruta más con la perspectiva de ir de compras o, para el caso, con el deseo, que con el objeto y por extensión los bienes y las personas. Sobre esta condición de insatisfacción, revestida para más ironía con el deber de ser feliz, se cierne la industria psicofarmacológica con “soma” para esto y lo otro, incluso para estar mejor que bien, por decirlo con el nombre de la pastilla—“soma”—que arreglaba todo en Un mundo feliz de Aldous Huxley, ficción cuasi convertida en ciencia.

La ansiedad está propiciada igualmente por la sociedad en la que vivimos, tan propensa a la incertidumbre—donde nada es para siempre—y al miedo a la libertad que aboca a la nada de ser-ahí, en medio de un mundo de pronto inhóspito, donde lo siniestro, diría Freud, está entretejido con lo familiar. Tal como van las cosas, los propagadores del miedo lo tienen fácil (crisis, explosión demográfica, cambio climático, etc.) y también los vendedores de “soma” para remediarlo.

El trastorno bipolar refleja como ninguno el espíritu neurótico de nuestro tiempo: entre la depresión por la insatisfacción inherente al funcionamiento de la sociedad y la euforia perpetua según el deber de ser feliz que promueva la misma sociedad. Los clásicos síntomas obsesivo-compulsivos vienen a ser la expresión neurótica de la racionalidad tecnológica y burocrática, como la rapidez y la realización de varias cosas a la vez (desayunar y consultar el móvil, conducir y maquillarse, etc.) requieren más reflejos que reflexión para responder al tempo moderno.

El delirio de control técnico desde su descripción clásica por Victor Tausk sobre el origen de la “máquina de influir” en la esquizofrenia está haciendo época ahora en tiempos de Internet. No se trata, en mi opinión, meramente, de formas patoplásticas de una supuesta condición patogénica de base, sino de alteraciones en las estructuras fundamentales de ser-en-el-mundo (virtualización del mundo, disolución de los límites, robotización de la experiencia subjetiva) que ellas mismas constituyen alteraciones psicóticas. La esquizofrenia en su esencia puede ser una apoteosis clínica de las contradicciones y alteraciones del sujeto y de la subjetividad moderna, como he apuntado siguiendo a Louis Sass (Madness and modernism) en “Esquizofrenia y cultura moderna” (Psicothema, 2012, vol. 24, nº 1). ¿Qué decir de la epidemia de narcisismo?, propiciada por las nuevas redes sociales, así como por la inflación del ego al margen del mérito debida a las campañas de autoestima (niños con alta autoestima y bajo rendimiento, etc.). Sería hora de poner al día “la personalidad neurótica de nuestro tiempo”.

En relación con la cuestión de ¿qué tipo de psicoterapia sería favorecida por la cultura actual?, no sé si la entiendo bien. En todo caso, voy a responder al doble sentido que me sugiere. Así, diré que la cultura actual favorece un tipo de psicoterapia que, sin embargo, no es favorable para tratar los problemas que genera. La cultura actual favorece psicoterapias cosméticas, tipo psicoterapia positiva centrada en las “cosas buenas” y en las “fortalezas” como si todo se arreglara con pensar en positivo y ser optimista. Sin embargo, la psicoterapia favorable sería una que desenmascare y confronte las verdades existenciales que están en juego y fortalezca el sentido del yo en las duras y las maduras. Se podría pensar en una “terapia del deseo” con base en la filosofía helenística como propone Martha Nussbaum (Terapia del deseo). Entre las psicoterapias actuales citaría la psicoterapia existencial (V. Frankl, I. Yalom) y las llamadas terapias de tercera generación como terapias centradas en la aceptación y el compromiso, es decir, en el autodistanciamiento y la autotrascendencia, sin descartar psicoterapias psicodinámicas (cuando el esclarecimiento no vaya en detrimento del “alta” ante la vida). Un lema para psicoterapias favorables se podría componer con “no prometer jardines de rosas” (Fromm-Reichman) y conformarse con volver a la “desdicha ordinaria” (Freud). Si esto lo tuviera en cuenta la gente, le iría mejor en la vida y en la terapia.

TdP.– ¿Se pueden comparar las psicoterapias cuando lo que interesa no solo es la eliminación del síntoma sino la promoción de la salud, cuando, como dices,  la “tarea terapéutica no es tanto eliminar síntomas como cambiar la relación con ellos”? ¿No se debe hacer una crítica al concepto de eficacia y a los criterios clásicos evaluativos de las psicoterapias?

MPA.– Las psicoterapias no se pueden comparar entre ellas sobre el criterio de la eliminación de los síntomas, porque muchas tienen objetivos positivos consistentes, por ejemplo, en el desarrollo del sentido del yo, la promoción de la flexibilidad psicológica, el autoconocimiento, el esclarecimiento y la puesta ante decisiones personales, la potenciación de recursos, la solución de problemas. La cuestión es que, aun cuando no desaparezcan los “síntomas” (tristeza, ansiedad, voces), uno puede haber mejorado en la medida en que recobre el sentido (significado y dirección) de su vida, que antes giraba en torno a ellos. La eliminación de los síntomas es el criterio de eficacia de la medicación. La terapia cognitivo-conductual, entre las terapias psicológicas, tiene el mérito de haberse “medido” con la medicación (como quiera que sea, la terapia de referencia), en su terreno y con sus reglas (estudios aleatorizados), y de haber, por así decir, “empatado el partido” y aún ganado. Pero ello ha sido a costa de mimetizar el modelo médico. Otras psicoterapias ahora, como psicoterapias psicoanáliticas y sistémicas, se miden con la terapia cognitivo-conductual (convertida en referencia de “terapia eficaz”) y también empatan, mostrando su eficacia sobre un listado de síntomas.

Ahora bien, mostrada esa eficacia comparable a la medicación (siquiera por figurar en el mapa), las terapias psicológicas no debieran conformarse con ello: ni adoptar la forma de un tratamiento médico, ni estar conformes con su criterio de eficacia. Antes bien, deben criticar el concepto de eficacia como reducción de síntomas, pero también deben criticar, a mi juicio, la letanía propagada por la OMS según la cual la salud sería “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”, que tal parece un eslogan que garantiza el estado de in-salud y su contraparte la medicalización de la vida. Ni jardines de rosas, ni dejar de reconocer las desdichas ordinarias que constituyen la vida.

TdP.– ¿Qué piensas de los factores comunes en psicoterapia? ¿Cuáles te parecen que son los más relevantes?

MPA.– Los factores comunes constituyen la mayor respuesta a la cuestión de cómo es que distintas psicoterapias tienen, sin embargo, una eficacia similar. En general, ya no se duda acerca de la eficacia de las psicoterapias: la cuestión es por qué y cómo son eficaces en la medida en que lo sean. La American Psychological Association (APA), la mayor asociación de psicólogos del mundo (la segunda me parece que es el COP de España), ha emitido este año de 2012 “una resolución sobre el reconocimiento de la efectividad de la psicoterapia” con miras a hacerla valer ante los sistemas sanitarios públicos.

La teoría de los factores comunes es una primera respuesta al porqué son eficaces distintas psicoterapias, pero no debiera ser la última palabra. Un problema que presenta esa respuesta es que cada autor parece proponer y enfatizar sus factores comunes, quedando al final todavía la pregunta por los factores comunes de las distintas familias factores comunes. De todos modos, tengo para mí que la teoría de factores comunes más cabal es la clásica de Jerome Frank (Persuasion and healing), por su carácter antropológico, más que de una u otra escuela terapéutica. Como se recordará, Frank destaca cuatro factores: sitio  “sagrado” donde se lleva la psicoterapia, agente sanador socialmente investido, mitología y ritual. Siendo la mitología—explicación y marco de referencia donde se resitúa y se entiende el problema presentado—el factor decisivo, cobra especial importancia la retórica y el discurso psicoterapéutico. La cuestión es que las distintas psicoterapias ofrecen verdaderas teorías acerca de lo que le pasa al paciente/cliente, pero no necesariamente teorías verdaderas. Y esto deja de nuevo abierta la cuestión de por qué funcionan todas en alguna medida.

Yo, por mi parte, en una perspectiva ontológica o metateórica que pregunta por la naturaleza de los trastornos y de los tratamientos psicológicos (qué tipo de cosa son), propongo dos tipos de razones para entender por qué existen y subsisten tantas y distintas psicoterapias: razones ontológicas y psicológicas. Las razones ontológicas se atienen a la distinción (debida a Ian Hacking) entre entidades naturales como las enfermedades propiamente (sea por caso la diabetes, el Alzheimer o el cáncer) que serían indiferentes a las interpretaciones y entidades interactivas que serían los trastornos psicológicos (psiquiátricos o mentales) susceptibles de ser influenciadas por las interpretaciones dadas tanto en contextos extraclínicos (cultura mundana) como en el contexto clínico (una relación interpersonal con su mitología y rituales).

Las razones psicológicas se refieren a ciertos “efectos psicológicos” que amparan a cualquiera psicoterapia que se precie de atender, entender y ayudar al paciente/cliente. Se citarían el sempiterno efecto placebo (algo del psicoterapeuta “agradará” al consultante), el efecto Barnum por el que la gente tiende a reconocerse en lo que le diga el clínico y éste a autoconfirmarse por ello (lo que también ocurre en los horóscopos) y el efecto Pigmalión por el que el empeño mismo puesto en juego puede transformar a alguien (más quizá una profecía autocumplida que un tratamiento “certero”). Son buenas y malas noticias para el clínico: buenas porque las cosas tienden a ir a su favor y malas porque no se conformará con producir más que esos “efectos”.

Como quiera que creo que hay “conocimiento de causa” en lo que hace el psicoterapeuta, por mi parte, también, he llegado a un acuerdo conmigo mismo, lo que no es poco, según el cual los factores comunes destilados de las psicoterapias eficaces serían dos, complementarios: alguna manera de des-enredamiento autoreflexivo en el que consistirían los trastornos (hiper-reflexividad) y alguna manera de reorientación hacia la vida sobre un horizonte de sentido. De las psicoterapias existentes, la terapia existencial (logoterapia) y la terapia de aceptación y compromiso serían las que más explícitamente responden a esta idea, si es que la idea misma no responde a estas terapias. En todo caso, estas terapias no serían las únicas en hacer eso, sino que algo de eso harían todas las que ayudan a los pacientes/clientes, bajo “mitologías” distintas.

TdP.– Has hablado de la desvertebración de la Psicología. ¿Se han dado pasos en los últimos años hacia una mayor vertebración? ¿Te parece que hay más comunicación entre las diversas psicologías o paradigmas, o entre las diferentes tradiciones psicoterapéuticas?

MPA.– La Psicología es una disciplina peculiar, entre la biología y la cultura, cuyo campo de estudio consta de entidades interactivas (no fijas naturales), influenciables por las interpretaciones y maneras según se estudian. Esto supone dos problemas. Por un lado estaría que los distintos enfoques tienden a confirmarse a sí mismos (supuesto que ninguno es gratuito ni carece de sentido), según sus interpretaciones, discursos y “hallazgos” crean todo un contexto de auto-validación. Por otro lado estaría que apenas haya y sea posible la replicación de los hallazgos, dado que todo depende de innumerables variables y contextos. Yo ya no veo los problemas científicos de la Psicología como un defecto de cientificidad a superar algún día, sino como un peculiar campo de estudio, movedizo al hilo del propio estudio de los fenómenos. Esto no quiere decir que no haya una realidad originaria o fenómeno esencial que sea su razón de ser: que es el comportamiento. Otra cosa es que se enfatice e hipostasie en su estudio, valga por caso, la mente, el procesamiento de la información, la computación, el inconsciente, la personalidad, el cerebro, los genes, la sociedad, etc., constructos movedizos y agradecidos a la teorización y entusiasmo de sus creadores y de sus creyentes.

El tema y objeto de la Psicología está vertebrado por la conducta de los individuos: lo que está desvertebrada es la Psicología que la estudia. Cada enfoque y teoría, permítase decirlo, cual escarabajo pelotero, empuja su propia “bola” que le da juego, cobertura y nicho (ecosistema y eventual tumba). Se puede ver la desvertebración de la Psicología como un campo poblado de afanados investigadores cada uno a su bola o “paradigma” (con su ecosistema de revistas, sociedades, congresos, etc.), pero todos ellos tratando de entender la conducta de alguien (participantes de un estudio, sujetos experimentales, clientes de una terapia, etc.): sus acciones, reacciones, síntomas.

Siendo este el panorama, no me parece que haya cada vez más comunicación entre tradiciones y “paradigmas” (estoy pensando tanto en Psicología, en general, como en Psicoterapia, en particular), según cada uno es autosuficiente tanto doctrinal como institucionalmente, sino que, por el contrario, lo que hay es más indiferencia e ignorancia mutua. Un fractal de esto es una mesa de comunicaciones en un congreso: cada uno haciendo su presentación, por así decir, a su bola. Tengo para mí que los principales problemas que tiene la Psicología como ciencia o saber sistemático son de carácter teórico y filosófico (pero la filosofía está también para que la miren), no empíricos, experimentales o de efectividad. Prueba de esta desvertebración crónica de la Psicología es que no está reconocida, a diferencia de en la Física y en la Biología, algo así como una Psicología teórica, y quizá mejor que no lo esté, porque seguramente habría todavía más “peloteros”.

TdP.– ¿Qué opinas de los movimientos de integración en psicoterapia?

MPA.– La integración suena bien y tanto más en vista del panorama desvertebrado al que me referí. Podría ser una solución a la desvertebración señalada, pero el problema está en que hay tantas integraciones como interesados en hacerlas. Así, la integración viene a sumar desintegración. ¿Sobre qué base se podrían integrar las distintas psicoterapias, de manera que se hiciera una “pizza” aceptable para todos? ¿A qué nivel sería la integración: de principios generales, de conceptos teóricos, de técnicas y sin caer en el eclecticismo o ecléctica? Muchos suponen que unas psicoterapias o unas técnicas serían adecuadas para unos problemas y otras para otros o según las personas, pero cada psicoterapia es total y totalitaria en la medida en que es un sistema que tiene de todo: concepción psicopatológica, manera y criterio de evaluación/diagnóstico, procedimientos técnicos, adecuación a las personas.

Se suele decir que las distintas psicoterapias o sus técnicas son unas “herramientas” más a disposición del clínico. Pero no son “herramientas” (una palabra de moda muy tramposa) que estuvieran ahí exentas y neutras, sino que implican doctrinas y concepciones. Muy pocas veces las supuestas “herramientas” lo son, puesto que conllevan los sistemas, enfoques y preconcepciones de las que forman parte. El DSM o el Facebook no son meras herramientas sin más, sino maneras de enfocar y tratar con los asuntos a los que conciernen. Por lo demás, el que utilice herramientas de aquí y de allí probablemente no lo hará con competencia, sino a “bandazos”.

Por mi parte y lamentando la desvertebración a la que seguramente contribuye el bienintencionado movimiento de integración, prefiero atenerme a la noción de afinidad, a menudo ni siquiera electiva sino inesperada, que de hecho se puede encontrar entre psicoterapias que ni se hablan entre sí. Por referirme a mi caso y a las psicoterapias de las que ignoro menos, podría decir que las terapias llamadas de tercera generación o contextuales, de raigambre conductista radical, tienen afinidades sustantivas con diferentes psicoterapias clásicas, más incluso que con sus primas las terapias cognitivo-conductuales. Así, por ejemplo, la Psicoterapia Analítica Funcional (de raigambre conductista) tiene su base en el fenómeno de la transferencia y se vale de la interpretación (no en vano parte de su nombre es un guiño a la psicoterapia psicoanalítica, si bien analítica satura igualmente con análisis funcional). Ahora bien, esta afinidad reconocida con el psicoanálisis no implica asumir la concepción psicoanalítica de la transferencia ni de la interpretación, sino que entiende estos fenómenos en términos conductuales (como “equivalencia funcional” entre la vida real y la relación terapéutica, etc.).

Así mismo, esta psicoterapia, que tiene como operación terapéutica esencial el reforzamiento en terapia (es decir, el feedback y la empatía), guarda una afinidad sorprendente con la psicoterapia rogeriana que expresamente se declara no directiva. Pero es el caso que, como no podría ser de otra manera, el psicoterapeuta rogeriano refuerza selectivamente al cliente sin saberlo, favoreciendo su mejoría, lo que hace que el reforzamiento sea natural, como pretende que lo sea la propia Psicoterapia Analítica Funcional. Por su parte, la Terapia de Aceptación y Compromiso guarda una afinidad fundamental con la terapia existencial, al compartir los mismos objetivos del autodistanciamiento y autotrascendencia a título de aceptación y compromiso. A partir del reconocimiento desprejuiciado de afinidades entre las psicoterapias se podría abrir más que un mero diálogo entre ellas.