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«No podíamos comprender porque estábamos demasiado lejos,
y no podíamos recordar porque estábamos viajando en la noche
de los primeros tiempos, de aquellos tiempos que se han ido,
dejando apenas una señal y ningún recuerdo».
El corazón de las tinieblas.
Joseph Conrad

 

El concepto de trauma se encuentra en los inicios del psicoanálisis, intrínsecamente ligado al estudio de la histeria y, por lo tanto, a la comprensión del sentido de los síntomas histéricos en particular y de los neuróticos en general. La búsqueda del recuerdo del trauma reprimido, de su concienciación y, con ella, de la descarga de los afectos también retenidos (catarsis) era el objetivo de los primeros pasos de Freud para intentar la curación de sus pacientes, convencido de que el recuerdo del trauma, la descarga de los afectos dolorosos producidos por la herida (trauma significa herida etimológicamente) y su elaboración mental pondrían fin al sufrimiento neurótico. Ya en 1897, o sea muy tempranamente en la evolución de sus estudios sobre la histeria, en una famosa carta dirigida a Fliess, Freud habla del “trauma” que ha supuesto para él darse cuenta de que estaba equivocado al pensar que todas las histerias se basaban en “experiencias sexuales infantiles” con otras personas y concluye: “si los sujetos histéricos retrotraen sus síntomas a traumas ficticios, se ha de deducir entonces precisamente que crean tales escenas en la fantasía y que esta realidad psíquica se ha de tener en cuenta juntamente con la realidad práctica” (Freud, 1897)[1]. Este momento histórico, mal bautizado posteriormente como el abandono de la teoría del trauma o seducción sexual en la histeria, ha dado lugar al malentendido de que Freud abandonó completamente la teoría del trauma reduciendo la etiología al mundo interno de la fantasía en detrimento del mundo de las relaciones objetales. Con este malentendido hay una tendencia actual a considerar la teoría freudiana como una teoría exclusivamente pulsional opuesta a la teoría objetal, cuando precisamente el gran mérito de Freud es haber abierto la investigación psicodinámica a la comprensión de la dialéctica relacional entre mundo interno y externo. Esto está presente a lo largo de toda su obra, pero ya especialmente desde el concepto de series complementarias.

Este artículo nace de la necesidad de comprender a aquellos pacientes que en su mente reproducen, sin poderlo evitar, no solo el recuerdo de situaciones traumáticas, sino que las recrean en un bucle sin fin o se instalan en rituales compulsivos o incluso en una paranoia reivindicativa con un fuerte sentimiento de injusticia. En estos casos no se trata solo de un trauma único, momentáneo, sino de un trauma continuado en el tiempo, ya sea a partir de una ruptura o pérdida súbita o de un deterioro paulatino y constante en el entorno. Muchas veces la situación traumática se deduce a lo largo del tratamiento, pero no está en el recuerdo del individuo ni de su entorno, (perdido en “la noche de los primeros tiempos”) en otras sí, pero no investida de poder traumático. Parece ser que para estas personas su identidad, lo que los individualiza y define, es la situación traumática que vivieron, por lo que no se soluciona el sufrimiento a través de una reparación, sino que se produce una reafirmación en el trauma. La pregunta que nos hacemos es: ¿por qué se aferran al trauma activo? Pensamos que existe otro concepto de trauma, es el trauma de aquello que no ha sucedido. Parece ser que para estas personas su identidad, lo que les individualiza y define, es la situación traumática que vivieron, por lo que no tienden a buscar solución al sufrimiento a través del camino evolutivo del desarrollo y de sus “mecanismos” normales (ampliación de horizontes relacionales más creativos: sublimación, reparación, etc.), sino que parecen buscar identidad y pseudosatisfacciones mediante una reafirmación en el trauma. En este sentido se agarran al trauma, pero ¿por qué se agarran? En el caso de los pacientes que parecen agarrarse al trauma en un sentido positivo, al servicio de no dejar atrás (“demasiado lejos”) la experiencia traumática convertida en una huella sin recuerdo recuperable y poder reanudar el desarrollo evolutivo por nuevos cauces compensatorios y renovadores, el tratamiento ofrece posibilidades gratificantes para sus dos protagonistas (paciente y terapeuta) y puede pensarse que el paciente no está verdaderamente agarrado, desesperadamente agarrado como a un clavo ardiendo para no caer en el precipicio de las más profundas ansiedades catastróficas, sino que se agarran para poder superar la situación y seguir adelante, Pero el grupo de pacientes que nos preocupa ahora es el de aquellos que están verdaderamente agarrados al trauma “identitario” (que les presta identidad) porque sienten que, si se sueltan, no tienen donde agarrarse. Estos son los pacientes que parecen verdaderamente agarrados reafirmándose en una situación transferencial que reproduce la relación traumática y que explica la presencia constante de rasgos y actitudes obsesivos y paranoides.

Frieda Fromm-Reichmann (1959) se ha acercado al estudio del sentimiento de soledad con gran rigor. Según ella ―inspirada en otros autores que la precedieron como Sutty y Bowlby― la necesidad de contacto y ternura como transmisoras de la experiencia de contención es una necesidad primordial del bebé y su ausencia constituiría el máximo ejemplo de lo que hemos llamado trauma pasivo y, consiguientemente, de la patología del déficit. La ansiedad básica, la soledad, y los trastornos de la identidad, serían su consecuencia. Esta autora, sin embargo, parece haber comprendido cuán importante es sentirse acompañado en los momentos de dolor o de pérdida hasta el punto de decir que la ansiedad básica del ser humano sería el miedo a la soledad. En este sentido, podría entenderse que estos pacientes se aferran al sufrimiento por miedo a quedar solos, se aferran al trauma como una forma de compañía que controlan de forma compulsiva. En la misma línea podrían entenderse las adicciones y las distintas formas de compulsión, como por ejemplo los trastornos de la alimentación. Cualquier cosa antes que la soledad. Y con gran lucidez, la autora habla del tremendo aislamiento de quienes han sufrido esta soledad: “En su quintaesencia, la naturaleza de esta soledad la hace incomunicable para quien la sufre. A diferencia de otras experiencias emocionales incomunicables, ni siquiera puede ser empáticamente compartida, quizás porque las capacidades empáticas de las otras personas están bloqueadas por la calidad ansiógena de las meras emanaciones de esta soledad profunda” (Fromm-Reichmann, 1959)[2]. El reconocimiento por parte del terapeuta de esta soledad profunda es quizá el primer paso para proporcionar un alivio al sufrimiento de estos pacientes, pues como también nos dice Fromm-Reichmann (1959): “Este carácter secreto y atemorizador de la experiencia de soledad y la falta de comunicación acerca de la misma parecen incrementar el miedo que las personas solitarias le tienen, incluso retrospectivamente, y alimentan la triste convicción de que nadie ha sufrido ni sufrirá lo que ellos están sufriendo o sufrieron”. Así pues, la comprensión empática de la soledad es un inicio de que aquel terror sin nombre puede ser nombrado y comprendido y, a veces, compartido, provocando una nueva experiencia que aporta una cierta confianza en el entorno y en uno mismo para hacer frente de otra forma al sentimiento de desgarro que se padeció.

Frente al concepto habitual de trauma, que siempre es activo en el sentido de que el niño sufre un exceso de estímulos que no puede manejar, proponemos el concepto de un trauma pasivo que consistiría precisamente en la falta de estímulos, sobre todo de los que son más necesarios para el desarrollo infantil temprano. Frente al trauma activo de lo que nos ha sucedido estaría el trauma de aquello que no ha sucedido, es decir, la falta de experiencias necesarias para el desarrollo, que dejarían al niño en una situación de desamparo. Para designar este estado se suele usar en inglés el término de helplessness, que se suele traducir por desvalimiento, aunque tiene también el sentido de desamparo. Para nosotros, desvalimiento pone el acento en las carencias del sujeto, mientras que desamparo (falta de amparo, ayuda o protección) lo hace en las carencias del entorno. Nos resulta útil pensar en términos de desamparo para comprender el psiquismo de estos pacientes que compulsivamente reproducen situaciones de sufrimiento muy a su pesar, en una compulsión a la repetición egodistónica, de clara función defensiva. Pero, ¿de qué se defienden con este sufrimiento? Nuestra idea es que se defienden del trauma pasivo y se protegen del sentimiento de soledad y desamparo aferrándose y reproduciendo el trauma activo. No obstante, como en las series complementarias de Freud, son conceptos inseparables y que se complementan: el desamparo incrementa el desvalimiento y éste exige mucha más atención para que no se produzca el desamparo.

Al principio de su tratamiento una paciente situada dentro del espectro clínico que caracterizamos diagnósticamente de síndrome borderline se pasó meses jugueteando con el resguardo del aparcamiento de su coche y doblándolo parsimoniosamente hasta dejarlo reducido a un cartelito en el que, desde el asiento del psicoanalista, podía leerse “Aparcamiento”. Mi impresión era como si tuviera ante mí una manifestante silenciosa con una pancarta que reivindicaba su derecho a quedarse aparcada en mi diván. Era una paciente extremadamente sensible a las vivencias o experiencias de separación. La última sesión de la semana solía ser tormentosa con manifestaciones irritadas y violentas de un sufrimiento de tono a veces melancólico pero casi siempre de características violentas, reivindicativas, provocativas y despreciativas, teñidas de un sentimiento vindicativo de injusticia. Y no solo las últimas sesiones anteriores a una separación (fin de semana, vacaciones), sino que cualquier dificultad o tropiezo que supusiera en alguna medida una experiencia de frustración y abandono era vivida por ella como una traición y una injusticia. En conjunto, la conducta de la paciente adquiría aquel tono que hemos comentado como obsesivo y paranoide. El tratamiento fue largo y complejo, pero ya desde el principio se plantaba la cuestión de la que hablábamos antes: ¿por qué la paciente se agarraba repetidamente al trauma y la reivindicación como si, de no hacerlo así, no tuviera dónde agarrarse? Simplificando lo complejo de la situación en todas sus dimensiones, la respuesta podía buscarse en la contratransferencia: el analista se sentía desamparado y con miedo a ser abandonado, o sea, amenazado de quedarse solo. También había momentos en que esa ansiedad arrastraba al analista a sentimientos de irritación e injusticia (claro reflejo de los de la paciente) que tenía que contener, cosa que ella no podía hacer porque, entre otras razones, se habían constituido en la base de su sentido de identidad.

Más adelantado el tratamiento, complejo y turbulento y presidido durante tiempo por sus ansiedades y temores de abandono, la paciente se sorprendió al recuperar el recuerdo, muy vivo visualmente, como un sueño, de sí misma a los tres o cuatro años, poco después de haber nacido su único hermano, llorando sola y masturbándose (¡qué imagen de soledad!) delante de la puerta cerrada del dormitorio de sus padres. Parecía como si esta imagen melancólica de soledad, desvalimiento y desamparo hubiera quedado enterrada bajo la otra, continuamente actuada en su vida y en la relación psicoanalítica, de la mujer ofendida y altanera agarrada al trauma reivindicativo, siempre activamente renovado, para evitarse el dolor de la soledad y el desamparo. Ya Freud (1900) decía en el capítulo VII de la Interpretación de los sueños: “Nuestros recuerdos, sin descartar los que están más profundamente grabados en nuestra mente, son intrínsecamente inconscientes. Pueden hacerse conscientes, pero no cabe duda de que pueden producir sus efectos aún siendo inconscientes. Además, lo que llamamos nuestro “carácter” se funda en las huellas mnémicas de nuestras impresiones, precisamente en aquellas que han tenido mayores efectos sobre nosotros ―las de nuestra juventud más temprana― son precisamente las que muy raramente llegan a ser conscientes”.

Otro de los pacientes a los que hacemos referencia, había tenido una infancia terrible. Hablarle de la creencia de que temía morir de hambre o de frío o violentamente, era para él hablar de experiencias reales que había padecido, no eran fantasías inconscientes, estas fuertes excitaciones se combinaban con periodos largos de soledad y abandono. Aún así, había conseguido llegar a la vida adulta de una manera aparentemente saludable. De hecho, nadie podía imaginar el sufrimiento interior que lo acompañaba y lo sufría en soledad y con mucha vergüenza, no podía compartir aquello que le sucedía, el no poderse sacar de la cabeza aquellos recuerdos de infancia. Clínicamente más que las reminiscencias de un estrés postraumático, tenía las características de un trastorno obsesivo. Estos recuerdos aparecían generalmente en momentos de tranquilidad, antes de acostarse, cuando estaba solo, incluso en momentos de bienestar que se veían perturbados por imágenes del pasado que provocaban un gran malestar. Con el tiempo, pudimos pensar que el miedo y las reminiscencias funcionaban en este paciente como un patrón identitario. El sufrimiento que había padecido durante la infancia, frío, hambre, malos tratos, se había convertido defensivamente para él en un motivo de orgullo y había desarrollado la creencia de que iba a ser resarcido de mayor por su desgracia. A pesar de esto, las molestias le impulsaban a buscar un cambio, aunque decía que si dejaba de sufrir le parecería que no sería él. Desde luego, aferrarse al trauma activo con las imágenes de las situaciones de maltrato, frío o hambre le servía para evitar conectar con los sentimientos de soledad y abandono que también había padecido. La excitación y el sufrimiento de estos recuerdos tenían efectos adictivos e identitarios ya que una parte de él se había identificado con las figuras agresivas y a menudo se maltrataba, puesto que cuando estaba el maltratador él no estaba solo. También era inquietante asistir al relato de relaciones en que de manera no del todo inconsciente procuraba que lo dejaran de lado, mientras que aquellas personas que lo apreciaban y trataban bien, eran despreciadas o consideradas débiles. Desde luego, había una idealización del agresor como alguien muy poderoso, y reproducía esta relación consigo mismo, precisamente en los momentos de tranquilidad, antes de dormirse o en momentos de bienestar. Por suerte, puesto que la identificación con el agresor no era completa, lo vivía de una manera muy egodistónica. Pero estos recuerdos resultaban excitantes y una compañía en momentos precisamente tranquilos que eran vividos como de soledad absoluta. Los sueños al inicio del tratamiento, eran auténticas pesadillas en que se veía corriendo solo por parajes desolados huyendo de alguien a quien no veía: el reflejo más directo de este sentimiento de soledad. Con el tiempo, los perseguidores fueron adquiriendo forma y finalmente pudo sentirse acompañado de figuras protectoras. Aún así, nunca desaparecieron del todo las reminiscencias de los traumas sufridos. Mejoró claramente su calidad de vida y disminuyeron las imágenes perturbadoras y, sobre todo, provocaban menos ansiedad y podía darles sentido, es decir se podía sentir acompañado por un aspecto de sí mismo quizá adquirido a lo largo del tratamiento.

A pesar de las diferencias en la presentación clínica, un rasgo común se halla en estos pacientes, y es la idea de que han quedado solos. Se ha producido un desgarro en su vida y agarrarse al resentimiento, al victimismo, al recuerdo del trauma activo parece ser una manera de vivir más tolerable que la soledad que un día padecieron. Probablemente la situación de soledad iba acompañada de una ansiedad intensa, el terror sin nombre, y agarrarse al trauma activo, al sentimiento de víctima, a la búsqueda de emociones intensas reivindicativas, o incluso paranoides, resultaba más tolerable. Sin duda se trata de pacientes que conocieron de alguna manera cuidados e intimidad con las figuras de apego, pero que luego se perdió, por separaciones, enfermedad, accidente o por un deterioro progresivo del entorno. Este agarrarse parece proporcional al desgarro que sufrieron en las relaciones significativas. Es cierto que para empezar a construir una identidad uno debe empezar a separarse, y eso sucede en el proceso evolutivo ―digamos― normal, en que se produce una evolución desde la identidad fusional con el objeto hacia la diferenciación. Pero una cosa es la diferenciación propia del desarrollo y otra muy distinta el sentimiento de desgarro, que te arranquen de la relación íntima con el cuidador y aparezcan situaciones perturbadoras que no pueden ser contenidas ni elaboradas. Ahí aparece el dolor y la ansiedad del desgarro, el desamparo, el sentimiento de soledad insoportable.

El ser humano, al nacer, conserva durante unos días el reflejo de prensión. Hace gracia ver con que fuerza se agarran los bebés a los dedos del pediatra hasta soportar casi su propio peso. Eso desaparece, es un resto de nuestro pasado primate. Los primates conservan esta capacidad de agarrarse a la madre desde el nacimiento para no quedar solos y ser víctima de los depredadores. En el ser humano, el proceso de agarrarse ―digámoslo así― es más sutil, se produce a través de los afectos. Cualquier malestar en el bebé despierta un incontenible deseo de cuidarlo o aliviarlo, sus gorjeos ganas de jugar con él, y así el bebé humano sobrevive sin quedar solo, protegido por la red de afectos de los cuidadores. La soledad para el bebé humano es una amenaza a la propia vida y va asociada a una ansiedad muy intensa. Si todo va bien, unos lloros son suficientes para poner fin a esta angustia tan fuerte, pero si algo se ha desgarrado en el entorno del bebé, la soledad intolerable, el desamparo, son vividos como una fuerte angustia que se instala indeleblemente en la amígdala. En otro artículo (García Gomila, 2011) ya trataba de la perseverancia de los miedos y lo relacionaba con los nuevos conocimientos que aportan las neurociencias. Alexander (2005) apunta como en la realidad, cuando se ha aprendido el miedo ante un estímulo determinado, a pesar del cambio de las circunstancias a lo largo del tiempo, siempre que aparezca el estímulo se desencadenará el miedo, como si el proceso de extinción no se hubiera producido nunca. Como si dijera que la extinción del miedo no es olvidarlo, ya que en los recuerdos del miedo en la amígdala son indelebles, sino establecer un nuevo aprendizaje que permita funcionar. En aquel momento y pensando sobre los mismos pacientes, considerábamos al miedo como al provocado por el trauma activo. Pero luego pudimos pensar que “este nuevo aprendizaje que permite funcionar” era precisamente el síntoma del que se quejaban los pacientes. El miedo primitivo, pues, sería el miedo a la soledad, al trauma pasivo y las reminiscencias y las retraumatizaciones defensas de tipo adictivo para distraerse de la huella indeleble del miedo en la amígdala.  Así se protegen estos pacientes, construyendo miedos tolerables, buscando atacantes que les acompañen, relatando creencias que aminoren el miedo atroz que el desamparo dejó para siempre en su mente. Quizá el reconocimiento empático y reiterado del terapeuta de esta soledad atroz sea la puerta de entrada a poder construir un yo más fuerte, un refugio más confortable y seguro, cuando el contacto con las huellas indelebles del miedo se produzca de nuevo. Alexander et al. (2005) explicarían este fenómeno de creación de un yo más fuerte “en la relación entre el miedo condicionado y la memoria contextual ―es decir, en la interacción entre la amígdala y el hipocampo― habría un lugar para los recuerdos del miedo inconsciente que describió Freud”, el concepto de huella mnémica que citamos antes.

Con más precisión, Greatrex (2002) explica como el encuentro emocional entre el paciente y el analista o el terapeuta que se da en la identificación proyectiva y el sistema de las neuronas en espejo, es fundamental para la observación y comunicación de intenciones y contribuye al cambio. Sostiene que en un tratamiento raramente cambian las emociones primarias y que incluso cuando se han creado formas más saludables de relación, se sigue siendo vulnerable a reexperimentar las formas originales. En este sentido el trauma sería para siempre, pero si se puede conseguir una menor labilidad y una posición más resiliente, la aparición de los antiguos miedos podrá ser manejado de formas más saludables. Lo importante del presente artículo, sin embargo, sería destacar que hemos podido pensar en que un miedo tapa otro miedo, que un trauma activo es utilizado para tratar un trauma pasivo, y que esto puede contribuir cuando se pretenda ayudar a otros pacientes que presenten estas características.

 

Referencias bibliográficas

Alexander, B., Fiegelson, S. y Gorman, J.M. (2005), “Integrating the psychoanalytic and neurobiological views of panic disorder”, Neuropsychoanalysis, núm. 7, pp. 129-141.

Freud, S. (1897), “Fragmentos de la correspondencia con Fliess”, en Obras completas, tomo I, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, pp. 213-322.

Freud, S. (1900), “La interpretación de los sueños”, en Obras completas, tomo II, Madrid, Biblioteca Nueva, (1973), trad. L. López Ballesteros.

Fromm-Reichmann, F. (1959), “Loneliness”, Psychiatry, núm. 22, pp. 1-15.

García Gomila, C. (2011), “Per a què serveix la por? Per a què la fem servir?”, Revista Catalana de Psicoanàlisi, vol. XXVIII/2, pp. 142-149.

Geatrex, T.S. (2002), “Projective identification: how does it work?”, Neuropsychoanalysis, núm. 4, pp. 187-197.

 

Resumen

En este artículo se reflexiona sobre el uso reiterado por parte de algunos pacientes de las experiencias traumáticas activas en forma de compulsión a la repetición o como reminiscencias, como defensas frente a un trauma pasivo más primitivo y vinculado a la experiencia de soledad y desamparo.

Palabras clave: soledad, trauma precoz, reminiscencias, desamparo.

 

Abstract

In this issue authors think about the persistent use of some patients of active traumatic experiences as a compulsion to repetition form or as a reminiscences, to defend themselves of the more primitive passive trauma related to the loneliness and helpessless experience.

Key words: loneliness, praecox trauma, reminiscences, helplessness.

 

Víctor Hernández Espinosa
Doctor en Medicina, Psiquiatra, Psicoanalista SEP-IPA,
Profesor del Instituto de Psicoanálisis de Barcelona y del Institut Universitari de Salut Mental de la Fundació Vidal i Barraquer (Universitat Ramon Llull),
vhernandez54@hotmail.com

Carme García Gomila
Licenciada en Medicina y Cirugía, Psicoanalista SEP-IPA,
25550cgg@comb.cat


[1] La cursiva es nuestra.
[2] La traducción es nuestra.