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Introducción

Creo conveniente resumir lo expuesto en la primera parte de este trabajo, para centrar las ideas. Partimos de las experiencias subjetivas, es decir, de este sentirnos a nosotros mismos, sean cuales sean nuestros propósitos, intenciones,  deseos y circunstancias, siempre acompañados de una tonalidad afectiva que puede oscilar desde la alegría a la tristeza, desde el optimismo desbordante hasta el más negro pesimismo, desde la sensación de bienestar y energía a la más profunda depresión y el más agobiante malestar. La experiencia subjetiva de nosotros mismos puede ser relativamente cambiante o rotundamente inestable, como, por ejemplo, sucede en las personalidades esquizoides, y ni tan solo desaparece durante la dormición (Codosero, 2014).  Vimos que es la persistencia de estos estados subjetivos de tono negativo lo que motiva que algunas personas acudan en demanda de ayuda psicológica,  y  que son algunas de las experiencias que pueden vivir los pacientes en su interacción con los analistas —experiencias a las que llamo terapéuticas— aquello que logra modificar las experiencias subjetivas perturbadoras y dolorosas que les empujaron a pedir ayuda. Puse de manifiesto que, según la ciencia actual, tanto por lo que se refiere a los fenómenos del mundo de la naturaleza material como para los organismos vivos, cambiar es pasar de un estado atractor a otro (Thelen y Smith, 1994), entendiendo por estado atractor la configuración intererrelacional dominante entre los elementos que forman un sistema y que, de acuerdo con ello, las experiencias terapéuticas en el proceso psicoanalítico son aquellas que provocan el paso de un estado atractor a otro en el suprasistema que constituye la díada analítica formada por paciente y analista, en tanto que sistemas dinámicos, intersubjetivos y no lineales. Asimismo, describí algunas de las condiciones y características en cuanto a la actitud del analista y en cuanto al curso del desarrollo del proceso analítico que favorecen la posible presentación de las experiencias que podemos denominar terapéuticas.

Ahora, en esta segunda parte me extenderé, en un lenguaje menos abstracto y más cercano a la experiencia de la clínica y de la vida, en la profundización, matización y discusión acerca de diversas características y formas de proceder en el análisis en su relación con la posible presentación de auténticas experiencias terapéuticas que pueden conducir al cambio psíquico.

 

El Libro del analista

Un episodio sucedido en un proceso psicoanalítico que tuvo lugar hace ya muchos años, pero del que yo tuve conocimiento hace solo unas pocas  semanas,  me ha servido de aliciente y estímulo para decidirme a escribir esta segunda parte del trabajo sobre las experiencias terapéuticas, cosa que ya hacía algún tiempo rondaba por mi mente, dado que sentía el deseo de ahondar en ciertas consideraciones acerca de algunas circunstancias que favorecen o inhiben su aparición. Pero antes de referirme a este episodio y a los pensamientos que en mí despertaron, he de comenzar con algunas reflexiones que posteriormente nos conducirán hasta el  mismo.

La Junta Directiva de la Asociación Psicoanalítica Jaliciense (APJ) (Estado de Jalisco-México) me invitó hace algunos meses a pronunciar una conferencia vía Skype para dicha Asociación (como ya había hecho en otra ocasión), para el 28 de noviembre de 2016. En el intercambio epistolar con los miembros de tal Junta Directiva me informaron de que la APJ, con motivo de la inauguración de sus nuevos locales, entre otros actos celebró el pasado mes de julio un seminario basado en el modelo de trabajo working party, de David Tukett. Yo nunca he tenido el placer de participar en un seminario de este tipo,  ni conocía su existencia, pero según me han contado, consiste en que uno (o varios) de los participantes presenta un trabajo clínico y los otros participantes deben discutir y tratar de acertar en qué modelo de trabajo clínico se basa el autor de la presentación. Cuando me fue dado a conocer este tipo de seminario asocié rápidamente al mismo el trabajo, leído hace mucho tiempo, de I. Hoffman acerca del Libro sobre teoría clínica y técnica[1] por el que se guía el analista en su manera de proceder, intervenir, relacionarse con sus pacientes, etc. (Hoffman, 1998).

Este tipo de juego, si se me permite decirlo así, ideado por David Tuckett, evidentemente presupone que el que ha presentado el trabajo sigue las líneas directrices de una orientación o escuela psicoanalítica determinada, de una manera suficientemente coherente para que los oyentes puedan percatarse de cuál es tal escuela a través de la actitud general del analista, del tipo de encuadre dentro del que se desarrolla el proceso, de sus intervenciones, sean o no interpretativas y, por qué no, también a través de la actitud y el discurso del paciente, siempre influido por el modelo de trabajo del terapeuta, cosa a la que me referiré más adelante. Es decir, se trata de reconocer cuál es el Libro según cuyos preceptos el terapeuta procede en su forma de llevar a cabo el análisis. Si no fuera de esta manera, si no se supusiera que el analista se está guiando por un conjunto de normas y disposiciones que reglan las pautas y límites a las que ha de ajustarse en su forma de comportarse, de establecer el encuadre, de hablar, de relacionarse con sus pacientes y de intervenir, es decir, que se está gobernando a sí mismo por lo que I. Hoffman ha llamado el Libro —cuyo texto, por cierto, cambia mucho de acuerdo con las distintas escuelas psicoanalíticas, el juego carecería de sentido—. Si creyéramos que el analista  se conduce de una forma totalmente espontánea e intuitiva, sin atenerse a ningún método predeterminado, o también si pensáramos que existe un solo Libro por el que todos los analistas se rigen, el juego tampoco tendría razón de ser. Esta cuestión, seguir el Libro al pie de la letra para todos los pacientes, o confiar en la propia espontaneidad, experiencia e intuición, se entronca con uno de los grandes debates en la teoría de la clínica psicoanalítica en la que las posiciones se hallan muy encontradas y en el que, sin duda, jamás va a llegarse a un consenso. Continuaré hablando sobre ello.

Me he referido en el anterior párrafo a la observación de la actitud y el discurso del paciente como manera coadyuvante de llegar a captar el modelo de trabajo al que se ajusta el analista, porque ahora ya sabemos, perfectamente, que la influencia de los analistas sobre los pacientes es tan intensa que cada escuela psicoanalítica crea su propio tipo de paciente. Podemos decir que, cuanto más estrictamente y sin concesiones de ninguna clase el analista sigue el Libro, sin prestar suficiente atención a la influencia que está ejerciendo sobre el paciente para poder analizarla convenientemente y evitar su predominio, al cabo de cierto tiempo aquél también se adapta al Libro y así, si examinamos múltiples libros y trabajos con presentaciones clínicas, podemos encontrarnos  con pacientes kleinianos, pacientes freudianos, pacientes de la psicología del yo, pacientes kohutianos, etc. Esto puede verse fácilmente, por ejemplo, examinando los trabajos clínicos de Kernberg y Kohut sobre el tratamiento de pacientes fronterizos. La actividad de Kernberg, centrada en las continuadas intervenciones sobre las resistencias y las fantasías inconscientes del paciente, crea pronto un paciente distinto al paciente de Kohut, el cual es el resultado de  la atención del analista, focalizada en la actitud que este autor denomina empática introspectiva y en la reacción del paciente ante los fallos de esta empatía. Creo que sería excesivamente dogmático y pedante afirmar que en todos los casos en los que el paciente se adapta al Libro del analista no pueden  presentarse verdaderas experiencias terapéuticas beneficiosas para el paciente, pero sí que me parece razonable pensar que este encorsetamiento del paciente  en una serie de ideas, teorías y conceptos que, de alguna manera, traban su   libertad para sentir y pensar por su cuenta, lo hará más difícil.

Naturalmente que puede plantearse la objeción de que, puesto que los analistas relacionalistas tenemos nuestras teorías acerca del funcionamiento de la mente y de la manera de llevar a cabo un psicoanálisis, también crearemos  un paciente relacionista. Me parece una objeción muy oportuna, como creo que lo son, así mismo, los argumentos que voy exponer en contraposición a tal objeción.  En primer lugar, en el psicoanálisis relacional no se contemplan, más allá de las propias del ejercicio digno y honesto de cualquier profesión, reglas y normas a las que han de atenerse todos los analistas para todos los pacientes, como es, por ejemplo, la de que todas las intervenciones del analista han de ser interpretaciones de la transferencia, tal como prescriben determinadas escuelas,  la que hace referencia a un número fijo de sesiones semanales, la que se refiere  a la necesidad de promover la regresión del paciente, etc. La única regla, si es que puede llamarse así, en el psicoanálisis relacional, es la de proceder según lo que los conocimientos y experiencia del analista le sugieran qué es lo más beneficioso para el paciente en cada momento determinado, cosa que algunos han llamado responsividad óptima (Ávila Espada, 2005). Es lógico suponer que este tipo de respuesta ante lo que el analista siente que el paciente precisa en distintos episodios del análisis será muy variable y diversificado y que, con ella, el paciente no se sentirá encerrado en un estilo de respuestas estandarizadas y repetitivas como, buscando un ejemplo, la clásica de que se le responda siempre a una pregunta con una interpretación acerca del por qué formula la pregunta, cosa que hace que pronto el paciente deje, simplemente,  de preguntar.

En segundo lugar, como ya he dicho en la primera parte del trabajo, la actitud del analista relacionalista es la de una sostenida falibilidad, es decir la de dar permanentemente por supuesto que puede siempre equivocarse en lo que dice o hace, y la de tratar que el paciente lo entienda así y sepa que el analista espera que el paciente le contradiga, siempre que no esté de acuerdo con sus palabras. Desde estos dos puntos de partida es lógico suponer que el paciente no se sentirá enclaustrado en un papel excesivamente adaptado a las teorías del analista. De todas maneras,  y como a pesar de lo que he dicho no puede evitarse absolutamente la influencia del analista y de sus teorías —cosa que da lugar a una cierta adaptación por parte del paciente que le lleva a adquirir algunas características que podemos presumir son las propias de ser un paciente relacionalista— me atengo a lo que A. Codosero y yo hemos escrito referente a este tema (2015):

“Digamos, como en un breve excursus, que no pensamos que el psicoanálisis relacional, puesto que también se apoya en sus teorías, pueda evitar que se cree un paciente relacional, pero aspiramos a que, si el análisis marcha razonablemente bien, con el paso del tiempo este paciente relacional que se va construyendo sea un paciente que no se acomoda ni se encuentra dominado por el temor a sentirse rechazado, solo, no comprendido, sino un paciente que ni se somete ni se halla en lucha constante con su analista, un paciente, en suma, que sean cuales sean su patología y sus dificultades en la vida real, en la situación analítica puede expresarse con espontaneidad y que dialoga libremente en lugar de limitarse a “asociar” para adaptarse a lo que supone son las teorías del analista”.

De todas formas, hemos de tener muy presente que la influencia del analista es inevitable por más atentos que estemos a ella, pero creo que es necesario diferenciar la influencia dogmática, propia de las escuelas tradicionales de psicoanálisis que se guían por normas rígidas e invariables para todos los pacientes, sea cual sea su personalidad y su patología, de la influencia personal imposible de evitar.  Pero lo que sí está en las manos del analista es ser cuidadoso con ella y analizarla en el diálogo con el paciente siempre que sea necesario, para evitar que éste se acomode a la misma y se identifique con el analista como si éste fuera el objetivo del análisis en lugar de buscar su propia autorrealización.

Ahora bien, es evidente que  si esto sucede así, de ordinario, en la práctica psicoanalítica, si cada analista sigue una forma de proceder determinada, con nombre y apellido de escuela, es porque, en general, ha sido siempre la convicción generalizada en el seno de la comunidad psicoanalítica la de que, para lograr un cambio positivo en el paciente, el analista debe atenerse a un encuadre y un tipo de relación fijados de antemano en las normas y directrices  que están escritas en el Libro de la escuela en la que él o ella han sido formados  o la que luego han escogido por sí mismos.  Pero podemos preguntarnos ¿es que realmente las cosas son así?  Yo, desde luego no creo que las cosas deban ser siempre así, y como forma de inicio para hablar sobre ello voy a describir  ahora,  por fin, el suceso acaecido en el curso de un proceso psicoanalítico que tuvo lugar en una fecha muy lejana, pero del que yo he tenido noticia hace poco, al que me he referido al comienzo de este apartado, y al que considero de sumo interés, no únicamente para el tema concreto que estoy tratando sino para la totalidad del pensamiento psicoanalítico.

El episodio viene expuesto en un trabajo de la psicoanalista Sandra Bluechler, formada en el William Alonso White Institut, de Nueva York,  publicado este último mes de junio del 2015 en la revista Clínica e Investigación Relacional, órgano del Instituto de Psicoterapia Relacional (IPR), con el título de: Desarrollando mi enfoque terapéutico. En este trabajo, la autora describe una anécdota personal, que resumo de la siguiente manera:

Durante la etapa de su formación en el White Institut, Bluechler sostuvo una acalorada discusión, con uno de los miembros seniors de dicho instituto, a  causa de la cual quedó muy afectada, inquieta y preocupada. En la sesión de su análisis inmediatamente posterior a esta discusión vació en los oídos de la analista todo su malestar, ansiedad e irritación. Parece, según dice la autora, que su analista se limitó poco más que a escuchar. Cuando acudió a la siguiente  sesión, al llegar a la sala de espera se encontró con su analista, y ésta le dijo que en lugar de la sesión era preferible que fueran a comer juntas. Bluechler quedó asombrada ante algo tan distinto al encuadre, más bien tradicional, en el que estaba transcurriendo su análisis. Durante la comida la analista le dijo, según cuenta esta autora, que pensaba que en ocasiones había cosas de las que era necesario hablar en una situación distinta a la que habitualmente se llevaba a cabo el análisis, que ella —la analista— creía que se trataba de un tema muy importante aquél que dio pie a la discusión, que pensaba que Sandra estaba en lo cierto y que le animaba a seguir manteniendo sus opiniones y verbalizándolas. Después de esta inesperada situación, el análisis continuó como hasta entonces y como es de esperar, las emociones, ansiedades, reacciones emocionales, etc. subsiguientes a la misma fueron analizadas dentro de lo posible. Ahora transcribo textualmente las palabras de Sandra Bluechler respecto a este episodio:

“Han pasado 35 años y continúo pensando que este acontecimiento sigue ejerciendo una poderosa influencia sobre mí. Creo que ha jugado un papel en cuanto a mi necesidad de examinar la neutralidad, y las emociones y valores que expresamos a nivel clínico. ¿Pero, porque supuso tanto impacto? Al romper un marco al que ella daba tanta importancia, mi analista demostró, o si preferís representó en el enactment sus valores. Creo que así me estaba diciendo que algunas cosas es tan importante decirlas que pueden requerir que nos inventemos una forma específica para hacerlo. Me llegó su amabilidad, su coraje y responsabilidad e integridad. Más que cualquier palabra sus acciones me hablaron y me dieron fuerza, y han inspirado mi propio trabajo desde entonces”.

Ciertamente que se trata de una experiencia insólita.  Pienso que incluso los analistas  más convencidos de la utilidad de las autorrevelaciones durante la marcha del proceso analítico quedarán asombrados ante esta ruptura tan inusitada de un encuadre, parece, que hasta el momento tradicional. Pero todo ello no dejaría de ser una anécdota, más o menos curiosa, que algunos apreciarán, mientras que otros la juzgarán como  algo totalmente inadmisible y que constituye una auténtica violación y falta deontológica por parte de la analista.

Pero quienes llevamos muchos años en el ejercicio del psicoanálisis sabemos muy bien, tanto por experiencia propia como por nuestro quehacer de supervisores, que  con gran frecuencia, los momentos de inflexión positiva que se presentan en el proceso psicoanalítico son consecuentes a sucesos que, aunque de ninguna manera tengan el menor parecido con el episodio descrito por Bluechler, sí que tienen algo en común con él, y este algo en común es el  hecho de que planea sobre ellos un tipo de clima emocional distinto del que había estado predominando hasta aquel momento y que luego continuará una vez pasado el acontecimiento en cuestión, pero siempre queda una huella que marcará de alguna manera lo que podemos llamar el espíritu de la relación y el desarrollo del análisis. Este clima emocional, según mi impresión, ha ido acompañado siempre, tanto en los casos en los que yo he sido el analista como en los que lo he escuchado como supervisor, del sentimiento de que durante un tiempo, que pudo ser muy breve o abarcar toda la sesión, el Libro guía del analista fue dejado de lado; y este clima emocional que, en lo que yo he vivido, ha sido compartido por los supervisados que me han narrado un suceso de este tipo, ha ido matizado, casi siempre, con un implícito, si no declarado, sentimiento de culpa derivado del sentimiento de haber hecho esto que Hoffman ha  descrito como un descartar el Libro (1998). Este autor describe, muy claramente, los efectos que provoca en el paciente el percatarse de este  descartar el libro por parte del analista. Comenta que el hecho de que el paciente perciba que el analista se encuentra comprometido emocionalmente con él o ella y le está tratado según sus peculiaridades personales, desviándose de lo que es su forma habitual de relación, conlleva un potencial efecto  terapéutico.  Por el contrario, añade:

“Cualquier rutina automática puede ser vista por el paciente, plausiblemente, como una resistencia por parte del analista a un compromiso individualizado y como una forma de autoindulgencia del tipo que sea. El paciente puede sentir al analista como satisfecho, sentado detrás y complaciéndose a sí mismo por “hacer las cosas bien” de acuerdo con los requerimientos del Libro, a expensas de atender creativamente las necesidades del paciente. Alternativa o simultáneamente, el paciente siente al analista como temeroso de cualquier clase de compromiso personal. Así, por ejemplo, si el paciente se siente sobrecargado o explotado por unos padres necesitados, puede ser trazada una línea de correspondencia entre esta historia y un analista que nunca da a entender nada acerca de sus propias necesidades. El factor común, en este caso, es la impresión del paciente de que la conducta de los padres o del analista se encuentra provocada por presiones internas predeterminadas, más bien que por la respuesta a las inmediatas necesidades y comunicaciones del paciente”.

A tenor de las palabras de este autor, queda clara su afirmación de que el paciente vive una experiencia terapéutica cuando siente que el analista no se relaciona con él o ella  siguiendo una técnica y unas indicaciones fijas e iguales para todos, sino que se compromete personalmente y le trata de forma particular y exclusiva, de acuerdo con sus necesidades.  Podemos decir que estas palabras nos dan razón del efecto que tuvo en Sandra Bluechler el hecho de que, durante su formación, su analista rompiera la rutina de un análisis tradicional para dialogar con ella sobre un asunto de la realidad exterior que debió juzgar que no temía cabida dentro del encuadre analítico. En aquella época —por la edad de Bluechler, ya muy lejana—  faltaban muchos años para que nadie oyera hablar del psicoanálisis relacional y, probablemente, la inmensa mayoría de los psicoanalistas de la IPA la hubieran condenado para siempre al infierno de los transgresores y violadores de fronteras que perjudican gravemente a los pacientes con sus actuaciones, pero la verdad, según se desprende del relato de esta autora, es que Sandra sintió que, con su invitación a comer juntas para hablar de un acontecimiento de su vida exterior que a ella la preocupaba gravemente, su analista, al romper por una vez con sus propias convicciones,  (con lo que después Hoffman ha llamado el Libro), mostró que se sentía profundamente comprometida con ella y que deseaba ayudarla por encima de reglas y prohibiciones.  Y, según Sandra, el efecto beneficioso que esto tuvo para ella  marcó hondamente el rumbo de su vida, tanto personal como profesional.

No únicamente yo estoy de acuerdo con las palabras de Hoffman, el autor que más a fondo se ha ocupado de los efectos de este guiarse por el Libro, o descartarlo, por parte del analista, sino que puedo asegurar que, en este momento, lo estaría la práctica totalidad de los analistas relacionalistas, y vale la pena advertir que Hoffman no se encuentra adscrito al paradigma relacional, sino que es un constructivista, y que en la época en la que sus  palabras fueron escritas el psicoanálisis relacional estaba apenas en los inicios de su desarrollo. Valga decir que yo comparto la perspectiva constructivista de Hoffman en el sentido de que, tal como nos han enseñado la neurofisología y la física cuántica, los seres humanos no percibimos la realidad tal como es, sino que esta realidad que percibimos es algo que construimos a partir de las sensaciones aportadas por los órganos de los sentidos sin que sepamos verdaderamente en qué consiste este algo que existe fuera de nosotros y que nosotros construimos a nuestra manera. Pero dejo esta reflexión porque no forma parte del tema de este trabajo.

No es necesario citar una larga lista de los analistas que, en unas u otras publicaciones, y dentro de su propio estilo han abordado la cuestión, a la que ya me he referido, de la estrecha vinculación de las experiencias terapéuticas con momentos en los que el analista y el paciente sienten que se han “saltado” el Libro. Solo mencionaré, por ser ya suficientemente conocidos y por ser los que más han destacado en este sentido, a los constituyentes del llamado BCPSG[2], quienes en una serie de trabajos (1989, 2002, 2001, 2007, 2008) han venido investigando el cómo y el por qué del cambio psíquico en los pacientes en análisis. En su trabajo del 1989, estos autores destacan y diferencian, al margen de las modificaciones positivas que pueden deducirse de la interpretación y el insight, los cambios producidos por lo que llaman momentos de encuentro, que son momentos, según sus palabras, en los que paciente y analista se encuentran personalmente, “saliendo” de sus papeles habituales propios en la transferencia y en la contratransferencia, es decir, descartan el Libro y, de acuerdo con las investigaciones de estos autores, tales momentos son aquellos en los que se produce un cambio positivo para la marcha del análisis y un cambio fundamental en el conocimiento relacional implícito del paciente. Es decir, estos momentos de encuentro constituyen una clara muestra de lo que yo llamo experiencia terapéutica. No me detengo más en el comentario sobre estos autores y en los momentos de encuentro porque, en colaboración con A. Codosero ya me he extendido sobre ello en otra publicación (2014). Creo que merece ser subrayada la seriedad de las investigaciones  llevadas  a cabo por este grupo de psicoanalistas, todos ellos, tal vez podemos decir capitaneados por el ya fallecido Daniel Stern, de renombre internacional dentro del mundo del psicoanálisis.

Termino este apartado resumiendo mi pensamiento sobre esta cuestión.  No es, ni de lejos, necesario para que un tratamiento psicoanalítico conduzca a resultados positivos, que se produzcan grandes rupturas y desviaciones de lo que podemos llamar la escuela o modelo por el que se guía el analista. Pero sí  que la experiencia nos enseña que si el paciente tiene la impresión de que su terapeuta se siente obligado a ceñirse estrictamente a esto que tan acertadamente Hoffman ha llamado el Libro, lo más probable es que abandonará el análisis o se someterá dócilmente a las indicaciones de aquél, sin ningún beneficio real para él o ella. Por el contrario, lo importante es  que el paciente experimente que su analista le acompaña, vive con él o ella sus dificultades y sufrimientos, que no le trata como un caso más, sino que es conocedor de  sus necesidades y cuidadoso con ellas,  y que, además, piense que, si es necesario, el analista dejará de lado su Libro para atender mejor su peculiaridad irrepetible y que solo a él o ella pertenece. Y creo poder afirmar que  el sentimiento en el paciente de que el analista le prefiere antes que a su Libro es una de las más intensas experiencias terapéuticas que pueden darse en el análisis.

 

La experiencia de lo imprevisto

Comenzaré con un breve ejemplo:

Un paciente del que ya he hablado en mi libro “Avances en Psicoanálisis Relacional” acudió a mi angustiado, desesperado y casi al borde del suicidio, frente al dilema de que no podía decidirse entre abandonar a su mujer, cosa que él creía que le llevaría a perder a sus hijos, o permanecer con ella y abandonar a su amante, con la cual, por cierto, no confiaba mucho en sentirse feliz. Tampoco se sentía con fuerzas para una tercera vía, la de continuar en el hogar manteniendo la relación secreta con la amante. Además, a consecuencia de la crisis económica actual su negocio se había arruinado. Yo, prácticamente, me limité a escuchar en silencio la situación angustiosa que me estaba mostrando, en parte porque pensé que era lo mejor dejarle expresar libremente, y en parte, todo hay que decirlo, porque invadido por tal avalancha de desesperación, temores de suicidio y dilemas insolubles que abocaba en mí el paciente, no se me ocurría nada que fuera más allá de cualquier cliché vulgar y estereotipado. El paciente terminó la sesión expresando su desalentado sentimiento de que nadie podría ayudarle y repitiendo la imposibilidad de seguir viviendo de esta manera.

En la segunda entrevista se repitió la misma situación. Durante el transcurso de ella yo me sentía inquieto con el sentimiento de que el paciente esperaría que yo dijera algo que pudiera aliviar su sufrimiento o ayudarle a tomar una decisión, algo que evitara el riesgo del suicidio, pero nada se me ocurría. Finalmente, el paciente, cesó de hablar y me dirigió una mirada interrogadora y suplicante. Yo permanecí unos instantes en silencio y al cabo de ellos escuché mi propia voz diciendo: Lo único que puedo decirle es que si   usted lo desea podemos seguir hablando y sufriendo juntos. Al oír estas palabras, el rostro del paciente cambió, desapareció la expresión de desesperación, me preguntó para cuándo tendríamos la próxima cita y me estrechó fuertemente la mano al despedirse, evidenciando un estado de ánimo muy distinto de aquel en el que había entrado.  Esto fue el inicio de una relación terapéutica en la que el paciente se mostró muy colaborador.

Evidentemente, mis palabras causaron un fuerte impacto en el paciente porque, creo que puedo decirlo casi con toda seguridad, eran las que menos esperaba escuchar. Nadie puede adivinar exactamente lo que esperaba de mí, posiblemente palabras de ánimo, alguna explicación bien razonada acerca de lo que le estaba sucediendo, alguna orientación sobre la manera de solucionar este problema o acerca de cuál podría ser la mejor solución, tal vez la propuesta de un largo tratamiento para investigar aquello que en su mente había dado lugar a esta situación, ya que el paciente tenía un familiar psicoterapeuta que fue quien le derivó a mí,  ¡quién  sabe!; fuera lo que fuera, por sus palabras y su actitud me quedaba claro que su esperanza en poder ser ayudado era muy escasa, pero tengo la certeza que de ninguna manera imaginaba que lo que yo le propondría como ayuda sería compartir el  sufrimiento con él. Y esta experiencia imprevista sacudió sus principios organizadores prerreflexivos —de los que seguiré hablando más adelante— y sus expectativas de no ser escuchado, de ser acusado, de que su sufrimiento no sería  atendido, de que la persona a quien acudía en demanda de ayuda se mostraría distante y solo interesada en sus propios asuntos, pero no en él, y otras cosas por el estilo. Podemos pensar que las experiencias imprevistas son más efectivas en cuanto a que saltan por encima de las expectativas, siempre autojustificadoras de sí mismas, precisamente por lo inesperadas. Creo que es lícito decir que, en estos casos, las expectativas son cogidas por sorpresa. Se incumplen y ello hace más posible la modificación de los principios organizadores. Cuando, inesperadamente, las expectativas fallan y el paciente se encuentra con otra respuesta de la prevista en su inconsciente prerreflexivo, los principios organizadores se tambalean y reorganizan dentro de los límites que sean —no totalmente de golpe, como es natural— y el paciente puede relacionarse con el terapeuta desde otras perspectivas y, así mismo, ya con nuevas expectativas.

Ahora bien, en relación a lo imprevisto que puede tener lugar en el proceso psicoanalítico, he de decir que se encuentra muy vinculado a la improvisación por parte del analista. La experiencia ha enseñado, a los analistas que no prefieren ignorarla, que los pacientes nos están observando continua y perspicazmente, que pronto perciben las teorías en las que nos basamos y la técnica que empleamos, y que buscan obtener las intervenciones que prefieren,  incluso aunque sean inconscientes de ello. Cuando el analista, por las razones que sean, se desprende de su manera usual de proceder, de costumbre seriamente reflexiva, e intuye la necesidad de una intervención improvisada, es cuando más fácilmente los principios organizadores y las expectativas defensivas del paciente se ven desbordadas. En la anécdota que acabo de contar yo me encontré en la perentoria necesidad de atender a la demanda del paciente de obtener alguna respuesta por mi parte, pero la sola reflexión consciente y razonada no me había dado la solución, y entonces, sin tiempo para más reflexión, pude intuir en una milésima de segundo —creo que  inconscientemente basándome en mis percepciones somatosensoriales que reproducían las del paciente y a las que me referí en la primera parte del trabajo— que la única ayuda que podía dar al ser humano que me la solicitaba era un intercambio emocional en el que sus sentimientos resonaran en mi interior, a través de este seguir hablando y sufriendo juntos. Y pienso que esta fue la mejor respuesta que podía darle, no “óptima”, porque esto no existe, pero sí lo suficientemente cerca de ella, y creo que el paciente también lo sintió así. Al llegar aquí pido al lector que recuerde el apartado 7 de la primera parte del trabajo,  en el que hablo de la interacción del analista con los procesos psíquicos no simbólicos y no verbales,  así como en la “conclusión final” en la que afirmo que la mejor experiencia terapéutica para el paciente es la de sentirse reconocido, que es mucho más que comprendido.

En este punto, deseo advertir que, de ninguna manera, puede tomarse esta intervención mía como un elemento “técnico” apto para ser empleado en el momento oportuno. Los niños captan perfectamente la presencia, o ausencia, de amor, afecto, cuidado y sinceridad de las personas que tratan con ellos, incluso diferencian entre distintos momentos en la misma persona, y el niño que hay dentro de los pacientes que sufren también lo distingue claramente. Si mi paciente se sintió reconocido fue porque percibió la sinceridad que latía en mis palabras. Que alguien las repitiera a un paciente como técnica, sin sentirlas de verdad, me parecería simplemente patético. Y no digo con esto que no hubiera otras posibles maneras de ayudar a mi paciente. Cada cual tiene las suyas. No hay ni habrá nunca dos analistas iguales, como tampoco dos pacientes iguales.

Posteriormente, en el curso de nuestra relación terapéutica, me quedó claro que en su infancia y adolescencia este paciente, el último de seis hermanos, se había sentido siempre desatendido e ignorado y que, en su relación con la amante buscaba la fantasía idealizada de una fusión amorosa y una felicidad inextinguible en la que, realmente, no creía, y por ello, aunque descontento con lo que él sentía como frialdad de su esposa y su sentimiento de no ser valorado por ella, tampoco podía decidirse a la ruptura matrimonial.

Cuando en la primera parte del trabajo he hablado del enactment, con todas las complejidades que he descrito, y en el que en la actualidad se centra el  interés de los analistas, ya hemos visto que el proceso psicoanalítico es algo muy distinto de la imagen típica y tradicional de un paciente, ya sea tumbado en un diván o sentado, expresando todo lo que le viene en mente, de acuerdo con la regla que se le ha dictado, mientras el analista intenta, pacientemente, decodificar el lenguaje verbal de aquél en términos de fantasías inconscientes. Es decir, según esta imagen clásica, lo único que hace el analista es decodificar, pasar de un lenguaje a otro y de una imagen a otra, a fin de que el paciente pueda leer la verdad del contenido de su mente. Pero en lo que podemos llamar el escenario analítico desde la perspectiva del psicoanálisis relacional el paciente no expone sus fantasías, sus ansiedades, sus deseos y temores, sino que los vive verdaderamente en su relación con el analista a través de los enactments en los que no habla ni puede hablar de sus estados disociados del self, pero logra que el analista viva con él o ella la escena representada y pueda, también, vivir sus propios estados disociados. Por esto, a veces, se habla del “escenario psicoanalítico”, en donde paciente y analista representan sus papeles con escasas improvisaciones.

Con relación a lo que acabo de decir, Philip Ringstrom (2001) emplea la metáfora del proceso psicoanalítico como una representación  teatral en la que distingue dos tipos u orientaciones, la del teatro clásico —en el sentido del teatro habitual que se representa en las salas de espectáculos—, y la del teatro improvisado como un juego, con o sin  espectadores. Para este autor, la primera metáfora corresponde al desarrollo habitual de la sesión analítica, con el encuadre (que es el escenario), los dos protagonistas, paciente y analista, cada  cual conociendo perfectamente el papel que ha de desempeñar, con muy pequeñas variaciones. La metáfora del teatro improvisado se refiere a las improvisaciones que surgen sin pensarlo, sin preparación. Creo que esta metáfora puede aplicarse a la escena representada por mi paciente y por mí. Creo interesante reproducir unas palabras de Ringstrom (2001):

“Estos momentos de improvisación ineluctablemente comunican al paciente una especial ocasión de autenticidad, la cual puede bien ser el antídoto de la apabullante realidad de la dominante inautenticidad en la vida del paciente. También capacitan a los analistas para vincularse más fácilmente con distintas y frecuentemente disociadas partes del paciente a través del imaginativo intersubjetivo compromiso con cada una de  ellas”..

Esto’ puede tomar la forma de rêverie dentro del analista… todavía, en otras ocasiones, ello puede involucrar una forma de espontáneo compromiso que comporta no solamente una forma de profundo reconocimiento sino también el más puro estado de auténtico compromiso; esto es, uno que no puede surgir con comparable impacto cuando la reflexión precede a la acción del analista. En suma, la capacidad de comprometerse en la improvisación puede ser una de las más definitorias capacidades para el desarrollo de un genuino psicoanálisis”.

Al leer por primera vez estas palabras, especialmente por lo que concierne a las últimas líneas, lo primero que a mí se me sugirió es que las madres, en sus juegos con el bebé, interactúan espontáneamente, de deseo a deseo, de demanda a demanda, de emoción a emoción, sinceramente, a través de un reconocimiento en el que participa no solo su mente, sino todo su organismo. Y creo que los analistas con sus pacientes, de alguna manera y en otra dimensión muy distinta, en los momentos de improvisación hacen lo mismo con sus pacientes y permiten a estos, con ello, experimentar  vivificantes experiencias terapéuticas. Como dice Ringstrom, pienso que la reflexión sosegada impediría esta forma de profundo reconocimiento emocional porque actualmente sabemos que una de las funciones de los lóbulos frontales es la de inhibir un exceso de expresión de los circuitos subcorticales que son el asiento de las emociones y, a consecuencia de ello, el excesivo predominio del funcionamiento de dichos lóbulos puede impedir la expresión de las emociones.

 

Las posibles experiencias terapéuticas  producidas por la interpretación y el insight

Uno de los rasgos más característicos del psicoanálisis creado por Freud y por Ferenczi ha sido siempre la firme convicción de que los efectos terapéuticos del psicoanálisis se obtienen mediante las interpretaciones que el analista formula acerca de las comunicación verbales del paciente, las que se da por descontado, de acuerdo con la teoría de la represión, que no tienen ningún valor facial por sí mismas, sino que tan solo son un derivativo de las fantasías inconscientes que se encuentran en la base de los síntomas y del malestar que se trata de eliminar.  Estas interpretaciones, se supone, dan lugar a la visión interna o insigth en el analizado. Para Freud, el efecto de las interpretaciones residía en la comprensión consciente por parte del paciente de aquello que se le explicaba. Más tarde, el efecto se trasladó a la experiencia emocional que dicho insight provoca. Subrayo que, dentro del psicoanálisis tradicional, la escuela kleiniana  se lleva el mérito de ser, sin duda, la que ha insistido más en este aspecto.  Todos los analistas pertenecientes a las escuelas tradicionales basan todavía su arsenal terapéutico en las interpretaciones. Muchos de los que siguen el paradigma relacional siguen empleándolas, pero más bien como un factor coadyuvante. Personalmente he dejado de emplearlas hace ya algunos años. Yo pienso que las interpretaciones, aun las formuladas más cuidadosamente, imponen siempre un clima de distancia jerárquica entre el paciente y el analista, por tanto de autoridad y de diferenciación entre un enfermo y un sano, lo que rompe la intimidad emocional en la díada analítica, a la vez que conllevan, inevitablemente,  un tono acusatorio y culpabilizador.

De todas maneras,  a nivel de investigación, el problema reside en que las interpretaciones van acompañadas de una enorme cantidad de variables, tales como el hecho de ser escuchado y atendido por alguien que recibe con cuidado, que se esfuerza en comprender, que trata de ayudar con tolerancia, sin juzgar, con quien se establece una relación íntima, por alguien que se halla aureolado por el prestigio de la ciencia, y a quien se transfiere la confianza y la autoridad que se ha vivido en la relación con los padres, y también intervienen factores directivos, persuasivos, acusatorios, impositivos  y creadores de diferenciación y distancia a los que me he referido en el anterior párrafo. Y ante todo ello surge la pregunta: ¿a cuál o cuáles de  estas innumerables variables se debe el efecto de las interpretaciones? En el intento de responder a esta pregunta el investigador siempre se encuentra con la dificultad de que es posible intentar   ayudar a alguien sin formular interpretaciones, pero que no se puede interpretar a este alguien sin relacionarse con él o ella, con todo el intercambio emocional que comporta cualquier relación humana. Ante este dilema, el filósofo de la ciencia A. Grünbaum (1993) ha destacado por sus esfuerzos en mostrar que nunca puede descartarse el efecto sugestivo en el resultado del tratamiento psicoanalítico y, por tanto, nunca podrán validarse los efectos de las interpretaciones como una confirmación de las teorías psicoanalíticas. A pesar de los esfuerzos de muchos psicoanalistas, creo que esta afirmación de Grunbaüm nunca ha podido ser contrarrestada por la misma naturaleza del psicoanálisis en tanto que ciencia humana (Coderch, 2006).

Pero es que, además, hay serias evidencias de que otros tratamientos de orientación psicodinámica, incluyendo la psicoterapia de grupo, la sistémica, la de parejas, etc., en los cuales el terapeuta se halla muy lejos de emplear únicamente las interpretaciones como instrumento terapéutico, obtienen resultados muy similares a los que se consiguen con el psicoanálisis sensu stricto (Wallerstein,J., (1989; J. Shedler, 2010; J. Guimón,  2007; D. Gabbard y G. Westen, 2003 ) y, aparte de los trabajos de investigación que alertan sobre este problema, se plantea la experiencia clínica en el mismo sentido de centenares de terapeutas que tratan a sus pacientes  empleando otras formas de ayuda además de las interpretaciones y que piensan que obtienen buenos resultados. Es decir, no es posible, de ninguna manera, acreditar si las modificaciones obtenidas en un tratamiento psicoanalítico son debidas a las interpretaciones formuladas, o a las múltiples variables que intervienen en la situación analítica.

Pero, al margen de estas realidades, existen, a nivel teórico, otras consideraciones importantes. Los estudios sobre los procesos psíquicos inconscientes no reprimidos, que resultan de la existencia de la memoria implícita, nos han dado a conocer que, como consecuencia de las relaciones interactivas que el ser humano establece desde el mismo momento de su nacimiento con sus cuidadores primero y, con aquellos que le rodean en un círculo relacional y social que se va progresivamente ampliando, más adelante,  se van formando lo que D. Orange, G. Atwood y R. Stolorow (1997) han denominado los principios organizadores (conocidos también con otros nombres por distintos autores, tales como esquemas mentales, modelos operativos internos, conocimiento relacional implícito, etc.), los cuales, como ya hemos visto, de forma prerreflexiva, organizan la respuesta a las situaciones que van presentándose a lo largo de la vida. El conjunto de estos procesos psíquicos forma lo que llamamos el inconsciente de procedimiento o no reprimido, término que es necesario entender como proceso, no como una entidad diferenciada contenida en el interior de la mente (J. Coderch, 2010, 2012). Las alteraciones emocionales por las que acuden los pacientes a buscar ayuda dependen de la persistencia  de unos principios organizadores que en su momento, especialmente en los primeros años de la vida, se configuraron como única forma de adaptarse a una situación deficitaria o traumatizante con relación a las necesidades del niño y del adolescente y que, posteriormente, impiden las respuestas adecuadas del sujeto a las situaciones de la vida y al trato con los otros, especialmente desde el que, a partir de estos principios, se ha denominado conocimiento relacional implícito.

Muy agudamente, S. Mitchell ha planteado (1997, 2000) la imposibilidad  de que las interpretaciones den lugar al efecto deseado por el analista, debido a que el paciente las recibe y responde a ellas de las misma manera que lo hace con todas las situaciones y relaciones que se presentan en su vida, con lo que las alteraciones emocionales y de relación interhumana persisten en un círculo vicioso inacabable. Desarrollando esta idea de Mitchell a mi manera y de acuerdo con lo que sabemos del funcionamiento de los procesos psíquicos inconscientes e implícitos y no reprimidos, me atrevo a afirmar  que esperar una modificación psíquica de los pacientes a través de las interpretaciones viene a ser lo que se expresa con el dicho popular de: poner el carro delante de los bueyes. Esto es lo que han venido haciendo, con pocas excepciones,  generaciones de analistas, hasta el advenimiento del psicoanálisis relacional. Con el empleo, a mi parecer ingenuo, de esta “técnica” se explica muy bien el porqué de estos tratamientos psicoanalíticos inacabables, que los analistas de edad avanzada hemos visto a través de supervisiones, o simplemente en miembros de instituciones psicoanalíticas, o en pacientes que piden de nuevo ayuda después de larguísimos años de tratamiento, a ritmo de cuatro o cinco sesiones semanales, de diez a quince años de duración y a veces más, en los que el proceso psicoanalítico pierde su carácter vivo y estimulante para pasar a ser un estilo de vida, según parece de la lectura de muchos trabajos clínicos y según la experiencia de algunas personas que han pasado por ello. Son análisis en los que, tanto el paciente como el analista, parece que pierden el interés en el encaminamiento adecuado de la vida en el mundo de la realidad en el que vive el paciente, para centrarse en la discusión inacabable de los conflictos entre el analista y el paciente a la espera de que ella conduzca a la paz entre el self y los “objetos internos” supuestamente proyectados en el analista, y esta técnica   explica, también, la repetición una y otra vez de parecidas interpretaciones. Lo que sucede es que el analista interpreta (digamos en la terminología clásica, que no es la mía) los conflictos intrapsíquicos tempranos que, según juzga, se reproducen en la transferencia  pero, como el paciente escucha las palabras del analista desde la perspectiva de los principios organizadores, las reorganiza, configura y da un sentido en su mente mediante  las mismas pautas defensivas y distorsionadoras que aprendió ya en su infancia para evitar, en lo posible, ser traumatizado por la falta del amor imprescindible por parte de sus cuidadores, por el rechazo, el descuido y la imprevisibilidad, cuando no por la agresividad y, por ello, fatalmente, sus respuestas, de una forma o de otra, vienen a ser las mismas de siempre, lo cual da lugar a repetidas interpretaciones sobre las mismas cuestiones que, de nuevo, son devoradas y contrahechas por los mismos principios organizares, y así ad infinitum. Esta es la manera como terminan muchos análisis, con ningún o escasos beneficios, o con la seudocuración del paciente que aprende a adaptar sus verbalizaciones  acorde con lo que ha podido colegir que son las teoría del analista, para evitar, así, la experiencia antiterapéutica de la retraumatización, a la vez que intenta conservar el imprescindible mínimo amor que puede conseguir del analista como figura de apego.

Ya sé que puede objetarse que lo que acabo de decir en el anterior párrafo no son ideas nuevas, ya que, precisamente, uno de los conceptos claves de la teoría psicoanalítica es el de las resistencias que opone el paciente al efecto de las interpretaciones, y que lo que hago yo ahora es dar un nombre distinto al bien conocido concepto de tales resistencias; lo que se llama echar el vino viejo en odres nuevos.  Pero no es así en absoluto, y éste creo que es un punto clave en la diferenciación del psicoanálisis relacional respecto al freudiano o tradicional. Porque en este último se entiende que tales resistencias son debidas al temor del paciente a conocer la verdad por el dolor que ello puede ocasionarle, a su rechazo a necesitar ser ayudado, a su narcisismo, a su rivalidad con el analista, a su ataque al objeto bueno proyectado en el analista, a su envidia, a su destructividad contra la pareja de padres creadores en la mente del analista, etc. Lo que yo digo no tiene nada que ver con todo esto. Se trata, como ya he advertido, del temor del paciente a ser de nuevo retraumatizado como lo fue en su infancia, es decir, no amado, no comprendido, no escuchado,  rechazado o ignorado, cuando no maltratado físicamente, y esta perspectiva es la que angustia al paciente, y por ello se protege de la misma manera que hizo entonces, hasta que puede confiar suficientemente en el analista, como figura de apego, para expresar sinceramente lo que siente en su interior. Por el contrario, algunos factores como la fría distancia analítica,  la ausencia de toda muestra de afecto, compasión e interés personal, acompañado todo ello de la repetición implacable de interpretaciones culpabilizadoras acerca de la envidia, la rivalidad, la destructividad, etc., reforzarán más y más los esfuerzos del paciente para protegerse de la retraumatización que todo ello conlleva.

Ya no puedo extenderme mucho más y, por otro lado, sería salir del  tema de este trabajo, pero no quiero dejar de decir unas breves palabras, aunque sea de manera excesivamente sintetizada, respecto a la única forma de evitar este impasse. La secuencia ha de ser distinta. Primeramente, el  analista ha de lograr que, como resultado de la interacción continuada entre ambos, y del diálogo igualitario y democrático en el que se borran las diferencias entre un enfermo y un sano, entre el que sabe y el que no sabe, el paciente pierda el temor a ser de nuevo retraumatizado (temor que en la teoría del psicoanálisis clásico se confunde con las llamadas “resistencias”), con lo cual se atenúa la rigidez de la barrera defensiva formada por los principios organizadores, cosa que permite una percepción menos distorsionada y amenazadora de la realidad y una progresiva modificación del conocimiento relación implícito patológico que se transforma, en contacto con el del analista, en conocimiento relacional implícito compartido, de acuerdo con la idea aportada por el Grupo de Boston para el Estudio del Cambio Psíquico, gracias a todo lo cual el paciente llega a ser capaz de escuchar las interpretaciones del analista y de elaborarlas, sin que entren en el círculo vicioso antes mencionado, para un provechoso mejor conocimiento de su mente.

Y por cierto, que yo considero que en este momento ya no son necesarias las interpretaciones formuladas por el analista, puesto que ellas emergerán del propio diálogo al que acabo de referirme, sin necesidad de una interpretación formal por parte del analista, como sin dueño, como algo que pertenece por igual al paciente y al analista, porque estas últimas interpretaciones son las que, en definitiva, dan lugar a las experiencias terapéuticas. Mientras son formuladas únicamente por el analista, a mi juicio y en mi experiencia, por las razones que ya he aducido, no dan lugar a una experiencia terapéutica, sino que, simplemente, aportan un conocimiento teórico, vienen a ser lo mismo que leer un libro de autoayuda, que puede en ocasiones ser útil, pero de los que todos sabemos sobradamente que no cambian la realidad psíquica del lector. Con un poco de humor, pero no lejos de la verdad, podemos decir que los únicos pacientes que pueden beneficiarse de las  interpretaciones  simbólicas  ofrecidas por el analista  son aquellos que no precisan ninguna clase de interpretación.

Deseo, para terminar, advertir que yo, como ya tengo dicho en diversas publicaciones,  no niego que un tratamiento psicoanalítico basado totalmente en la formulación de interpretaciones no pueda ayudar al paciente, porque, como ya he comentado antes, no se puede interpretar a los pacientes sin relacionarse con ellos, y siempre que el analista no pretenda imponerse al paciente, sea cuidadoso, se esfuerce  en entenderle,  en  ayudarle y en transmitirle esta actitud de sintonización con sus más primitivas vivencias emocionales y de reconocimiento —ruego que el lector recuerde aquí lo ya dicho en la primera parte del trabajo— esta actitud producirá en el paciente una experiencia terapéutica, sea cual sea el contenido de la interpretación, porque esta actitud siempre influirá en él o ella. Hace años denominé a este efecto de la interpretación, más allá del  contenido explicativo (1995), la segunda función de la interpretación, y esta segunda función es la que favorece la aparición de la experiencia terapéutica,  más allá de dicho contenido.

 

Referencias bibliográficas

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Resumen

En esta segunda parte de su trabajo Las experiencias terapéuticas, el autor hace un repaso de los aspectos teóricos tratados en la parte I de este trabajo que facilita la compresión de esta parte II, y hace más énfasis en los aspectos clínicos a través de viñetas de pacientes del propio autor y otros autores. Expone entre otros el significado de las experiencias subjetivas,  los  principios organizadores prerreflexivos, el estado atractor y el enactment. También se enfatiza en el cómo y el porqué del cambio psíquico de los pacientes en análisis.

Palabras clave: experiencias subjetivas, estado atractor, cambio psíquico a través del análisis, principios organizadores prerreflexivos.

 

Abstract

In this second part of his work Therapeutic Experiences the author reviews the theoretical aspects discussed in part I of this work, which facilitates the understanding of this part II and he puts more emphasis on the clinical aspects through vignettes of patients own author and others. Among others exposes the meaning of subjective experiences, prereflective organizer principles, the attractor state and enactment. The how and why of the psychic change of patients in analysis is also emphasized.

Keywords: subjective experiences, attractor state, psychic change through analysis, organizing principles prereflective.

 

Joan Coderch de Sans
Psiquiatra y psicoanalista de la Sociedad Española de Psicoanálisis (SEP),
Profesor emérito de la Universidad Ramon Llull,
2897jcs@comb.cat


[1] Como he dicho en otras publicaciones (2010), rechazo el concepto de técnica para la relación con el paciente, pero no debo olvidar que su uso es muy amplio entre los analistas.

[2] Por orden alfabético: N. Bruscheiler-Steern, A.M. Harrison, K- Lyons-Ruth, A.C. Morgan, J. Nahum, L. Sander, D.N. Stern y E. Tronick.