Descargar el artículo

 

En las próximas líneas se plantean algunas de las aportaciones de la teoría del apego sobre la violencia familiar. La teoría del apego estudia cómo los vínculos familiares afectan al desarrollo de las relaciones interpersonales, de manera que no es extraño que la teoría del apego se haya dedicado profusamente al estudio de la violencia familiar. Y lo ha hecho de una manera que nos parece óptima: combinando teoría, investigación y práctica clínica. Aprovechando la libertad formal que permite TEMAS DE PSICOANÁLISIS, el acercamiento al tema se hará de manera dialogada, a partir de plantear preguntas y de buscar respuestas, cuando ello sea posible. Veamos.

–Empezando por el principio. ¿Qué es el apego?

–En la definición clásica de Ainsworth y Bowlby (1991), apego sería el vínculo emocional que se establece entre el niño o la niña y uno o más cuidadores por los que muestra preferencia, con los que se siente seguro/a, receptivo/a a las manifestaciones de afecto, y de los que teme separarse. Subrayemos ‘vínculo emocional’, ‘proximidad’, ‘seguridad’.

–Por tanto, en la infancia el apego depende de que haya alguien significativo a quien vincularse, alguien que nos haga sentir protección y seguridad…

–Bueno, en la infancia y en la edad adulta. La teoría del apego tiene un fuerte componente ambiental: la clave está en la sensibilidad de las figuras de apego, en que éstas puedan percibir qué necesita el bebé (después el/la niño/a, el/la adolescente, etc.) y poderlo aportar. En la infancia, se asume que los mismos progenitores pueden actuar de manera diferente con sus hijos, que cada hijo/a facilita o entorpece esa respuesta sensible. Se asume todo ello, pero la teoría del apego no ha avanzado demasiado en el estudio de esas interacciones particulares, ni en el estudio de qué otros factores contextuales afectan a los vínculos de apego (precariedad económica, estrés, violencia, edades en que se producen esas dificultades, etc.).

–Vaya, pronto han aparecido algunas limitaciones de la teoría del apego.

–Sí, hay limitaciones, y tanto. La teoría del apego tampoco ha prestado demasiada atención a las percepciones potencialmente distorsionadas que pueden tener los niños sobre su realidad externa (Fonagy, 1999). En la línea contraria, Bowlby (1988) se quejaba amargamente de la poca atención que el psicoanálisis prestaba a las experiencias ‘reales’ de los pacientes con sus padres, aspecto probablemente corregido en la actualidad.

–Realidad externa y realidad interna, la dialéctica eterna.

–El apego presta mucha atención al trato paterno y materno-filial. Los niños y niñas van creciendo y frecuentemente acumulan experiencias en las que predomina una respuesta sensible, apropiada y predecible a sus necesidades. Eso pasa a menudo, en dos de cada tres casos, y favorece el desarrollo de un apego seguro. Si las cosas no van tan bien, lo que predomina es una respuesta inconsistente por parte de los padres, a veces adecuada y a veces no (apego ambivalente o de resistencia), o sencillamente se impone la ausencia de respuesta, el abandono, el rechazo (apego evitativo).

–¿Y puede desarrollarse apego seguro con un progenitor e inseguro con el otro?

–Pues sí, es posible. Lo que no sabemos es qué pasará en la edad adulta, si se impondrá lo seguro sobre lo inseguro, o será al revés, o ambas alternativas podrán activarse en función de las circunstancias de la persona. Pero volvamos a lo conocido: el apego seguro se relacionaría con facilidad para vincularse, el apego ambivalente tendería a manifestarse en la vivencia de tensión en las relaciones (impulsividad, búsqueda de atención) y el apego evitativo favorecería las relaciones frías y poco empáticas.

–¿No me diga que con tres tipos de apego infantil clasificamos a todo el mundo?

–Añadamos una cuarta categoría. En el maltrato infantil se observa a menudo un tipo de apego peculiar (desorganizado) en el que no hay un patrón fijo de comportamiento relacional. Lo que se observa es miedo y confusión respecto a la persona que maltrata.

–Cuatro tipos de apego… no sé, no me acaba de convencer…

–Le doy la razón. Nos encanta categorizar, pero tanto las categorías de apego infantil como de apego adulto hay que tomarlas a título orientativo. Podemos incurrir en un exceso de simplificación, como ya alertaba Fonagy (1999), y conviene desarrollar modelos dimensionales. Sigamos, avancemos un poco más. La conducta de apego no está permanentemente activada, sino que se pone en marcha ante situaciones que generan temor, ante la fatiga, el dolor, la enfermedad. Su función biológica es mejorar las posibilidades de supervivencia, ya que facilita obtener protección por parte de alguien más capaz, más fuerte y/o más sabio (Marrone, 2001). Es importante tener en cuenta que el apego está asociado a experiencias emocionales muy intensas: protección, seguridad y alegría (cuando los vínculos de apego se renuevan y mantienen), dolor (cuando los vínculos se pierden), ansiedad e ira cuando la persona experimenta que sus vínculos están amenazados.

–Así que apego y afectos están estrechamente asociados…

–Sí. Una metáfora sugerente, planteada por Holmes (recogida por Fonagy, 2004) es que los afectos formarían parte de una especie de “sistema inmune psicológico”, que alerta a la persona de lo que significa seguridad o peligro, tanto para sí mismo como para el otro. Una relación segura proporcionaría una protección psicológica equivalente a la que proporciona el sistema inmunitario a la salud física. El maltrato desregula los afectos y nos hace más vulnerables a sufrir psicopatología.

–Antes mencionaba la ira como uno de los afectos asociados estrechamente al apego.

–Sí, y justamente la ira es el sentimiento central en el maltrato, de manera que ya podemos consolidar la idea de que el maltrato tendrá algo que ver con la experiencia de que el vínculo peligra, de que la relación está amenazada. Bowlby (1985, 1988) concibe la ira como una respuesta espontánea y adaptativa ante la frustración, que se erige en señal comunicativa hacia la figura de apego. Si ésta no responde, no contiene, no protege, no ayuda a pensar y a regular la emoción, la ira se convertirá en una pauta estable (y dolorosa) de relación.

–¿Y qué pasa cuando el niño, la niña, van creciendo?

–Más allá de la infancia, las experiencias relacionales se van organizando en forma de modelos operativos internos (internal working models). Se trata de modelos cognitivo-afectivos de uno mismo y del otro que sirven para regular, interpretar y predecir la conducta, los pensamientos y los sentimientos, tanto de uno/a mismo/a como de la persona con quienes nos relacionamos (Bretherton y Munholland, 1999). Los modelos operativos internos incluyen recuerdos de experiencias de apego, creencias, expectativas y actitudes sobre las relaciones, y estrategias y planes para conseguir apego, es decir, proximidad y protección en las relaciones íntimas. En el estilo de apego seguro predominará una visión de los demás como personas benevolentes, dispuestas a ayudar y a cuidar, confiables, y una auto-imagen de dignidad personal, de merecer ser cuidado y querido (Mallinckrodt, 2000). Cada tipo de apego también se caracteriza porque las relaciones interpersonales íntimas generan más ansiedad (apego preocupado y temeroso) o menos (apego seguro y evitativo), y porque se busque la proximidad (seguro y preocupado) o la distancia (evitativo y temeroso).

–Y a partir de ahí, se genera un tipo de apego y con él hasta el fin de los días…

–Ese es uno de los temas que no está claro, el grado de cambio que puede darse entre la infancia-adolescencia y la edad adulta. Es un tema a investigar, si bien parece que determinadas relaciones significativas pueden ayudar a modificar el estilo básico de apego: relación con profesores, amigos, pareja… y la relación terapéutica, por supuesto.

–¿Cómo afecta el maltrato a las personas que lo sufren?

–De múltiples manera. Es difícil crecer en un ambiente donde hay incertidumbre, hostilidad, agresiones, y donde todo ello proviene de los que deberían cuidar y proteger. Las relaciones de apego traumáticas hacen que el niño/la niña se sienta en peligro constante, perseguido por unos cuidadores que dañan y por el sentimiento de alienación interna. En un intento desesperado de sobrellevar esa experiencia interna persecutoria, algunos niños maltratados proyectan la hostilidad en los demás y usan la violencia para defenderse. O, cuando no se percibe escapatoria a través de exteriorizar la rabia y la agresividad, puede aparecer la depresión y el intento de suicidio. Una de las características de las personas que han sido gravemente maltratadas es su dificultad para actuar de manera flexible y fluida. Les cuesta adaptarse y afrontar el cambio, tanto en sus propios estados internos como en las relaciones externas. La extrema activación experimentada durante los episodios traumáticos tempranos da como resultado que las emociones sobrepasan la capacidad reflexiva y racional. Tampoco pueden usarse palabras, ya que el lenguaje no se ha desarrollado de pleno en esas edades tempranas (Howe, 2005). En esa coyuntura, la única alternativa parece ser la disociación y la identificación proyectiva. La personalidad límite, con su experimentación de la vida como una crisis continua, su dolor emocional, el terror a la dependencia y la necesidad angustiosa de vínculo, sería el paradigma de la persona traumatizada (Wallin, 2012).

–Y el maltrato en la infancia también afectará al desarrollo del cerebro…

–Sí, y tiene repercusiones somáticas. El maltrato precoz se produce en épocas preverbales, como decíamos, y la experiencia preverbal es en gran medida una experiencia corporal: se experimenta en el cuerpo lo que no se ha podido expresar ni entender, de manera que los impactos del trauma agudo suelen ser somáticos (Wallin, 2012). En las personas gravemente traumatizadas, las experiencias del día a día activan con más facilidad esos recuerdos traumáticos, generando alteración emocional, sea en la línea de la hiperactivación o de la desactivación emocional.

–Hablemos de este tema. ¿A qué nos referimos con la hiper-desactivación emocional?

–En el maltrato infantil, se vive la dramática paradoja de que la figura de apego es, para el niño o la niña, simultáneamente, refugio seguro y fuente de amenaza. Se busca la proximidad a alguien que genera dolor y miedo. Se colapsan las estrategias de conducta y atencionales, el apego se desorganiza y las experiencias emocionales se desregulan (Lyons-Ruth y Jacobvitz, 1999; Wallin, 2012). Algo similar ocurre en el maltrato en la relación de pareja. El maltrato favorece la desregulación emocional, en un intento de afrontar mejor la situación: o me desactivo para incrementar la seguridad, para no sentir tanto dolor, para pasar desapercibido, o me hiperactivo con la esperanza de llamar la atención y de obtener atención y cuidado. El problema es que esas estrategias pueden ser adaptativas ante una situación de maltrato, pero se enquistan y pasan a formar parte del patrón básico relacional de la persona. Desde la perspectiva del apego, tanto la crianza como la psicoterapia tienen mucho que ver con la regulación diádica de la emoción (Wallin, 2012).

–¿Qué hay de la transmisión intergeneracional del maltrato?

–Es probable que los padres y madres que maltratan hayan sido niños y niñas maltratados, o que hayan sido testigos de violencia entre sus padres. La violencia vivida en la familia de origen favorece que las relaciones familiares se conciban a partir del ejercicio del poder y del control, que queden teñidas de rechazo. La expectativa es que serán rechazados si expresan sus necesidades afectivas, y que la pareja y/o los hijos dominarán y someterán. La coerción y la victimización son las estrategias interpersonales más prominentes, y la ira el sentimiento predominante (Howe, Brandon,Hinings, y Schofield, 1999). Los hombres que maltratan a sus hijos habitualmente maltratan a sus parejas, y una mujer maltratada es más probable que maltrate a sus hijos (estudios citados en Howe, 2005). Sin embargo, no conviene caer en el determinismo. El desarrollo humano continúa más allá de las experiencias infantiles y de la relación con los padres. La relación con los iguales y una relación significativa, aunque sólo sea una, pueden redirigir el apego inseguro de la infancia hacia un estatus de seguridad (Grossmann, Grossmann y Waters, 2005). Y la relación terapéutica, por supuesto, puede tener la potencia necesaria para cambiar o modular patrones relacionales. Y una buena relación de pareja, claro. El problema es que los niños y niñas maltratados pueden tener problemas de relación con los iguales, de manera que van quedando marginados en los grupos. Y esos chicos y chicas, ya adolescentes, se emparejan entre sí, tienen hijos…

–…y por ahí aumenta la probabilidad de que se reproduzca la violencia de las familias de origen…

–Sí, aunque el tema es complejo, no lo olvidemos. Y a veces, a mayor complejidad mayor tendencia a simplificar. Por ejemplo: no es infrecuente oír o leer que no hay perfiles de hombres maltratadores. A veces, para enfatizar esa idea se recurre a decir que lo que caracteriza a un maltratador es “ser hombre, varón y de sexo masculino”: no hace falta ninguna otra característica para ser un potencial maltratador, basta con ser hombre. Creo que es una idea incorrecta. Cualquier pareja puede entrar en conflicto, sí, cualquier pareja puede hacerse daño, pero conviene distinguir entre conflicto y maltrato. En el maltrato, la violencia psicológica, física y/o sexual se infiltra en la relación hasta apoderarse de ella. Desde la perspectiva del apego, la violencia en la pareja es una forma extrema de protesta que aparece cuando se percibe falta de disponibilidad y de respuesta sensible por parte de la pareja, rechazo, falta de atención, miedo al abandono. Las personas con más riesgo de incurrir en maltrato serían aquellas con apego inseguro, en alerta permanente ante la percepción de rechazo y separación, con expectativas pesimistas sobre el futuro de la relación, con dificultades en el manejo de la ira y dificultades para comunicar sus necesidades de amor y atención (Mikulincer y Shaver, 2007). El maltrato supondría un intento de retener a la pareja, de recuperar el control y el poder sobre la relación, una relación en la que mi pareja es más fuerte que yo porque puede hacerme el máximo daño posible: abandonarme. Hay hombres violentos en casa y violentos fuera, con rasgos psicopáticos, enormemente destructivos, y hay también hombres que sólo maltratan en casa, porque es en casa donde puede darse el mayor de los males: la retirada del amor y el abandono. Esa es el “arma de destrucción masiva” que tiene la pareja, desde la perspectiva del hombre que maltrata. En fin, el maltrato en la relación de pareja es una patología de la intimidad, como decíamos hace unos años (Castillo y Medina, 2007). Quizás podemos añadir que es una patología de la intimidad y de la autonomía, experiencias personales muy ligadas entre sí (Fonagy, 1999).

–Se refiere a “hombres que maltratan a sus parejas”, a “mujeres maltratadas”. ¿Por qué no hablamos de “violencia de género”, o de “violencia machista”?

–Porque las cuestiones de género y el machismo pueden incidir en la violencia en la pareja, pero probablemente no son el aspecto nuclear. Un hombre que maltrata a su mujer no necesariamente es machista, ni misógino. No tiene problemas con las mujeres en general (algunos sí, pero no todos), sino que el conflicto es con su pareja. Porque es su pareja quien puede abandonarlo. Además, sabemos que el maltrato se da en todas direcciones: del hombre a la mujer, por supuesto, de la mujer al hombre, en parejas gais y lesbianas, de padres y madres a hijos, y de hijos e hijas a madres y padres… ahí donde hay dos humanos en intimidad, puede aparecer el maltrato.

–¿Cómo se resiste la violencia familiar?

–Resiliencia, cómo no, si bien no sabemos por qué hay personas que la tienen en grado notable y otras menos. Como sucede a menudo, sólo podemos constatar su existencia a posteriori, después de observar cómo la persona ha resistido los golpes de la vida. Sí sabemos que la resiliencia tiene que ver con mantener una imagen preservada del self, un sentido de auto-eficacia para enfrentarse al mundo, de competencia personal. Las personas resilientes conservan suficiente capacidad para la autonomía y para la relación (sentirse conectado con seguridad con los demás), para amar y ser amado. La resiliencia está asociada con percibir disponibilidad emocional por parte de los demás en épocas de estrés, con ser capaz de desarrollar relaciones positivas con personas potencialmente disponibles y que ayuden (padres, educadores). Y al crecer, la necesidad de presencia externa tranquilizadora se transmuta en presencia interna (Wallin, 2012). No olvidemos que, desde la teoría del apego, lo fundamental no son las experiencias vividas (traumáticas, por ejemplo) sino la elaboración que se hace de ellas. Fonagy ha demostrado también que la función reflexiva, la capacidad de pensar, confiere resiliencia.

–Así que pensar confiere resiliencia.

–Pues sí, los conceptos de función reflexiva, de mentalización son centrales en la teoría del apego. Con una capacidad de mentalización pobremente establecida se pierde buena parte del dominio sobre la propia vida, al menos buena parte del dominio adaptativo, y la persona puede no sentirse responsable de sus acciones ni de las consecuencias de éstas (Fonagy, 2000, en Howe, 2005).

–Es decir, que las personas víctimas de maltrato…

–A ver, víctimas de maltrato… ahora que usted se refiere a ese aspecto… sí, víctimas de maltrato, o incluso ahora oímos hablar de ‘supervivientes’ del maltrato en la relación de pareja. Puntualicemos: si ‘ser víctima’ es el eje central de la existencia de la persona que ha sufrido maltrato, se corre el riesgo de que la pasividad, la indefensión y la falta de esperanza se apoderen de la vida. Tarde o temprano, mejor temprano que tarde, la persona que ha sufrido maltrato tendrá que sacudirse y quitarse de encima el estatus de víctima. Sin dejar de reconocer el sufrimiento vivido, claro.

–¿Qué estrategias se plantean para la intervención psicosocial en situaciones de violencia familiar?

–Nos referimos mejor a estrategias que a técnicas. Una de las complejidades del trabajo clínico es tener claro qué se hace en cada momento. No ‘qué hacer en cada momento’, que a veces uno/a está sumido en la confusión, pero –por lo menos- es exigible que el/la profesional pueda argumentar sus decisiones, sus intervenciones, el porqué de una pregunta o un comentario. Desde la teoría del apego, se postula una planificación de la intervención psicosocial en diferentes etapas, ajustando dicha planificación a las necesidades de la persona, la pareja o la familia (Crittenden, 1992, en Howe, Brandon, Hinings y Schofield, 1999):

1ª.- Apoyo material y emocional: es posible que la persona (pareja, familia) requiera apoyo material. Con hambre y/o sin techo la capacidad de pensar queda muy comprometida. Además, el/la profesional debe ofrecer disponibilidad, empatía, contención, cuidado. La atención ofrecida debe ser una ‘base segura’ a partir de la que superar el impasse vital y recuperar las riendas de la propia vida.

2ª.- Técnicas semánticas, cognitivas, interpretativas: el objetivo es reconocer, nombrar, poner palabras, comprender… sensaciones, sentimientos (algunos de ellos pueden ser confusos, ambivalentes) y conductas. Conviene reconceptualizar problemas, desenredar nudos internos y malentendidos. Se procura promover la comprensión de uno mismo y de los demás, la función reflexiva, la regulación de emociones. Sin comprensión es difícil manejar las emociones, y se incrementa la agitación, la ira, la agresión y el conflicto.

3ª.- Cambio conductual: se intenta promover el cambio de conductas, en especial de las pautas relacionales. Se anima a hacer de manera diferente, mejor. Es aquí donde es útil tener presente y ayudar al paciente a observar lo siguiente: “comportamientos que antes tuvieron sentido, ahora no lo tienen”. En esta etapa se incrementa el sentimiento de auto-eficacia y de competencia interpersonal, el sentimiento de control sobre la propia vida.

4ª.- Incrementar racionalidad: finalmente, en la última fase de la intervención se trabajaría en el ámbito de incrementar la libertad de elección y el sentido de la propia vida.

No siempre se puede trabajar todas las etapas y, en los casos más graves, las necesidades son extremadamente altas y el progreso terapéutico será largo y lento. En resumen, el proceso relacional/emocional/reflexivo está en el centro de la psicoterapia desde la perspectiva del apego. Los avatares relacionales que acontecen en una psicoterapia no pueden anticiparse, pero es más probable que dichos avatares sean positivos para el paciente si tienen en cuenta los principios relacionales postulados por la teoría del apego (Wallin, 2012). En línea con el concepto clásico de “experiencia emocional correctiva”, la relación terapéutica será más importante cuanto más precaria sea la vinculación que el paciente haya experimentado con sus figuras de apego.

 

Referencias bibliográficas

Ainsworth, M.D.S., & Bowlby, J. (1991), ”An ethological approach to personality development”, American Psychologist, 46, pp. 331-341.

Bowlby, J. (1985), La separación afectiva, Barcelona, Paidós.

–(1988), Una base segura: aplicaciones clínicas de una teoría del apego, Barcelona, Paidós.

Bretherton, I., & Munholland, K.A. (1999), “Internal working models in attachment relationships: A construct revisited”, en J. Cassidy, & P.R. Shaver (Ed.), Handbook of attachment: theory, research, and clinical applications, New York, Guilford, pp. 89-111.

Castillo, J.A., y Medina, P. (2007), “Maltrato en la relación de pareja: apego, intimidad y cambios sociales”, en A. Talarn (Comp.), Globalización y salud mental, Barcelona, Herder, pp. 393-416.

Fonagy, P. (1999), “Psychoanalytic theory from the viewpoint of attachment theory and research”, en J. Cassidy, & P.R. Shaver (eds.), Handbook of attachment, New York, Guilford, pp. 595-624.

–(2004), Teoría del apego y psicoanálisis, Barcelona, Espaxs.

Grossmann, K.E., Grossmann, K., & Waters, E. (2005), Attachment from infancy to adulthood: The major longitudinal studies, New York, Guilford.

Howe, D. (2005), Child abuse and neglect: attachment, development and intervention, London, Macmillan.

Howe, D., Brandon, M., Hinings, D., & Schofield, G. (1999), Attachment theory, child maltreatment and family support: A practice and assessment model, London, Macmillan.

Lyons-Ruth, K., & Jacobvitz, D. (1999), “Attachment disorganization: Unresolved loss, relational violence, and lapses in behavioral and attentional strategies”, en J. Cassidy, & P.R. Shaver (eds.), Handbook of attachment, New York, Guilford, pp. 520-554.

Mallinckrodt, B. (2000), “Attachment, social competencies, social support, and interpersonal process in psychotherapy”, Psychotherapy Research, 10(3), pp. 239-266.

Marrone, M. (2001). “Las aplicaciones de la teoría del apego a la psicoterapia psicoanalítica”, en M. Marrone (Ed.), La teoría del apego: un enfoque actual, Madrid, Psimática, pp. 179-186.

Mikulincer, M., & Shaver, P.R. (2007), Attachment in adulthood: Structure, dynamics, and change, New York, Guilford.

Wallin, D.J. (2012), El apego en psicoterapia, Bilbao, DDB.

 

José A. Castillo Garayoa
Psicólogo clínico. Profesor titular de la Facultat de Psicologia Blanquerna (URL), Barcelona.
JosepAntoniCG@blanquerna.url.edu