La dirección de TEMAS DE PSICOANALISIS me ofrece participar en el primer número de esta revista digital, pidiéndome que haga comentarios acerca de algún cuadro. Agradezco el ofrecimiento. Pero ¿de qué cuadro puedo hacer comentarios que entrañen interés? Me responden: “Del que tú quieras, del que se te ocurra, de uno cualquiera que te venga a la cabeza…” (Julio del 2010). Y me vino a la cabeza una cabeza: la del Perro semihundido de Goya.

Perro semihundido

Perro semihundido

Al fondo de la sala baja del museo de El Prado donde se agrupan las pinturas llamadas “negras” de Goya procedentes de la Quinta del Sordo, y casi arrinconada en la pared de la derecha, dejando a nuestra izquierda el imponente cuadro de El coloso (sobre cuya verdadera autoría tiende a dudarse), hay una obra enigmática que parece movida por ebullición y fuerza palpitantes bajo la superficie de los pigmentos, y que permanece incólume en su rincón al cabo de lustros, aunque desde la primera vez que la vi, acercado por la mano de mi padre siendo aún muy niño, tuve la rara sensación de que, con el paso del tiempo, aquella escena tendría que ir cambiando de algún modo. Algo no entendía, algo se estaba cociendo en ese cuadro y me pareció que con el tiempo algo tendría que ir cambiando en él. Cada vez que le veía (he ido muchas veces directo a él, nada más entrar al museo), concluía la visita sintiendo que seguramente podría apreciar algún cambio la próxima vez que lo viera. Aún me pasa hoy día. Y ahora que empiezo a tener años me parece que sé o empiezo a atisbar de qué se trata: sentimientos que rayan entre el abandono y la esperanza. Es una obra viva, en evolución, de la que puede haberse dicho (como de tantas otras obras vivas se ha dicho, aunque ignoro si también de ésta que ahora comento) que parece inacabada. En efecto, ese lienzo presenta (es decir: hace presente y propone) algo libre y abierto, que se expande en direcciones contrapuestas. Al menos es así como ese cuadro afecta a mi sensibilidad. No me atrevo a postular que a otros les pase. ¿Son los años, o los años de observarlo?

Francisco de Goya y Lucientes, al manejar puntas secas y buriles sobre planchas y resinas, levantaba acta de hechos observados en una época sin cámaras reflex. Eso son, según opinión generalmente compartida, sus desastres de guerra, disparates y caprichos: documentos de actualidad basados en la observación atentamente crítica de su tiempo. Basadas, en cambio, en la más pura imaginación, sus pinturas en la Quinta del Sordo parecen levantar preferentemente acta del mundo interno de su autor. “Semihundido” pudo ser también estado de ánimo y experiencia personal del afrancesado que acabó exiliado en Burdeos. Pero “semihundido” ¿hacia arriba o hacia abajo, emergiendo o anegándose? ¿Es caída u orto, nacimiento o agonía? Ni plástica ni literariamente se resuelve el enigma: a mí se me hace oriente (levante o alumbramiento) y occidente (poniente u ocaso) a la vez. También los recién nacidos pueden sentir esperanza y abandono a un mismo tiempo, no sólo los ancianos. Goya era viejo al pintar este cuadro. Trató de renacer en Burdeos, pero por poco tiempo.

Freud vino a decir, más o menos, que “para analizar hay que escuchar (observar) atentamente hasta ver surgir un patrón” y en otro momento habló de “cegarse artificialmente para percibir los pasajes oscuros” (cito de memoria). Si aplicamos ambos procederes al análisis de obras de arte nos acercamos a su comprensión. Ahora sé que el juicio estético es una cuestión de gusto, que no deriva de conceptos porque hay infinitos puntos de vista posibles y el espíritu de la obra nos toca o no nos toca, pudiéndosela contemplar cada vez y comentar en cada ocasión de diferentes modos. Sobre gustos, nada escrito. Para mi mentalidad infantil esto fue un hecho de experiencia ante el cuadro que comento: nunca lo percibí igual en dos ocasiones y eso me intrigaba.

Los creadores mismos declaran a menudo no saber exactamente cómo hicieron o cómo fueron llevados a aquello que en la obra comparece, aunque siempre procuren que las musas les cojan trabajando (Picasso). En cada obra pueden buscarse o encontrarse, ensayarse o descubrirse técnicas nuevas no sólo en cuanto al uso de materiales o instrumentos, sino también en cuanto al logro de figura y representación, y esto vale también para la música. Pero es que hay obras en las que ni siquiera se da representación de algo sino mera presentación. Un trueno de timbales puede deflagrar apoyándose en un trémolo de violines. O al revés. ¿Qué significa lo que vemos u oímos?

En Perro semihundido, veo minimalismo: Con muy pocos elementos logra Goya una notable monumentalidad dramática. El título no dice si se sumerge y anega el perro o si emerge y sale a flote contra los elementos. Tal vez ni siquiera lo titulara el autor. A este cuadro también se le llama, simplemente, El perro. La factura del cuadro tampoco resuelve el enigma. Ni siquiera asegura qué elementos sean éstos frente a los que la presencia del solitario can se afirma. En el cuadro que comento hay densidad, fluidez, ligereza, aire en calma chicha, humedad, luz que huye y calor que se apelmaza. ¿Es la asfixia y morbidez del reinado de Fernando VII, vivida por un aragonés ilustrado de vocación gaditana? El caos ferruginoso del tercio inferior, ese torrente fangoso de mineral de hierro, también puede ser visto como loma de arenisca tras la que asoma, al caer la tarde, el cánido familiar. Un haz de luz blanca sobre la dramática cabeza del mohíno animal (grafito y antracita como única variación cromática) podría ser la húmeda columna de un aguacero muy circunscrito, pero también un foco metafísico iluminando el gesto suplicante. ¿Es éste un gesto de soledad y angustia, de apurada supervivencia o de esperanzado reconocimiento tras la canina proeza de haber puesto a tiro de su dueño esquivas codornices o palomas cuando la luz declina?

¡Qué pocos elementos para tantas posibles lecturas! Y lo que vemos, sin embargo, es ocre. Sólo ocre, pero las mil versiones del ocre: Brillo opalino y cadmio se adhieren a partículas de atmósfera pluviosa, aureolada por reflejos de la tostada arcilla. Pero acaso también tórrida polvareda que impregna el aire en el crepúsculo y se desliza amenazante sobre el cansino can cuando ya cae la noche. ¿O rompe el alba?. Vemos ocre, y aunque las tonalidades de esta gama suelen aterciopelar las superficies, aún resulta vibrante la fugitiva luz: el aire parece cargado de plata densa que replica reflejos del humus inferior en tonos de oro viejo. ¡Qué resonancias! Fértil lluvia en el barro primigenio, magma filosofal transmuta fangosas areniscas en metal herrumbroso. Hemoglobina resecada, heces. Atmósfera cargada. Desolación y abrigo. Cálido acogimiento, desolada ambulancia. Abrazo, exilio.

El arte de velar desvelando y desvelar velando. Las transparencias son exquisitas. La libertad creativa, enorme. La calidad matérica, imponente. Esta pintura pasó de fresco en la pared de la Quinta del Sordo (¿1822-23?) a recibirse en lienzo museizable a finales del siglo XIX. Algo de cierto había, me complace pensar, en mi infantil premonición de cambio: fue fresco y comparece con apariencia de óleo sobre lienzo. Naufragio y nacimiento, como nosotros somos cada día. ¡La esperanza nuestra de cada día, nos sea dada hoy! Meltzer enseñó la gran diferencia entre arte y pornografía: ésta fija el punto de vista, aquel nunca. Goya lo hizo.

Ojo: hay reproducciones muy oscuras de este cuadro que no le hacen justicia a su rara luminosidad. El cuadro es ocre, pero bajo adecuados focos resulta ser dorado. Amarillea muy materializada la témpera de huevo. Me parece que las tonalidades verdosas o azuladas del ángulo superior derecho (no siempre las percibo) son artefactos de las reproducciones que traducen mal el trasfondo del reboque originario.

Se recomienda ver el original durante algunos años.

 

Enrique de La Lama López-Areal es especialista en Psicología Clínica

 

Palabras clave: Goya, arte, estética, pintura.

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