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Psicopatología

TEMAS DE PSICOANÁLISIS.– ¿Poner el énfasis en los enfoques funcionalistas y contextualistas de los síntomas y trastornos mentales, no relativiza la psicopatología? ¿No son necesarios los enfoques estructuralistas para fundamentar la psicopatología?

MARINO PÉREZ ÁLVAREZ.– Esta pregunta está igualmente bien elegida para mí porque, en este caso, me confronta con dos enfoques en principio contrarios como lo pudieran ser el funcionalista-contextualista y el estructuralista que, sin embargo, sostengo. Mientras que el enfoque funcional-contextual tiende a ver los síntomas-trastornos como acciones y reacciones adaptativas a las condiciones ambientales, el enfoque estructural tiende a buscar fenómenos esenciales (estructuras) sobre las que gravitan los síntomas-trastornos y les dan el eidos que tienen, por el que siendo distintos en cada caso no dejan de tener un aire de familia, como depresión, ansiedad o esquizofrenia. En la terapia se estudia el caso como caso-único que es, como hacen en particular el psicoanálisis y el análisis de la conducta. Sin embargo, el caso no deja de poder ser “enclasado”, no ya en algún diagnóstico al uso (DSM o CIE en mano), sino en alguna figura, tipo o estructura psicopatológica. Y esto no por razones burocráticas o estadísticas sino, precisamente, psicopatológicas, relativas a la peculiar manera de estar-en-el-mundo que comportan los trastornos como formas de estar mal. Por más que personal, difícilmente un trastorno psicológico es lo nunca visto. Las posibles estructuras que puedan reconocerse no las entiendo como esencias eternas, ahistóricas, a priori, sino como estructuras existenciales o formas de existencia histórico-socialmente organizadas o, mejor, desorganizadas.

En mi perspectiva, entiendo que los problemas clínicos son antes que nada, antes que clínicos, problemas existenciales, que suponen alguna ruptura, quiebra, “desgarramiento del yo” diría José Mª Álvarez a propósito de la esquizofrenia o alteración en la normal (familiar, acostumbrada) forma de estar-en-el-mundo. No es casual que las dos grandes alteraciones de la normal-anodina forma de estar-en-el-mundo descritas por Heidegger sean la angustia (Ser y tiempo) y el aburrimiento (Los conceptos fundamentales de la metafísica), para el caso, la ansiedad y la depresión, el combustible de prácticamente toda la psicopatología, cuando no sean ellas mismas el problema presentado y, a menudo, el diagnóstico recibido. La alteración psicótica también saldría de la analítica heideggeriana, consistente ahora en una crisis global de ser-en-el-mundo (Binswanger) o del sentido común (Blankenburg, Stanghellini). Los fenomenólogos Alfred Kraus y Louis Sass también han situado la esquizofrenia en perspectiva heideggeriana.

Quiere decir que cuando el normal-anodino estar-en-el-mundo quiebra, dos o tres son las estructuras existenciales alteradas (ansiedad, depresión, esquizofrenia), estructuras neuróticas y psicóticas. Lo que ocurre es que en el mundo moderno, lleno de “máquinas y trazas, contrarias unas de otras”, que diría don Quijote, estas estructuras y des-estructuraciones toman una diversidad de formas, a su vez, con sus estructuras socialmente organizadas.

La sociedad está prevista para organizar la vida de la gente de la mejor manera posible, pero la misma sociedad organiza también las formas de “estar mal” cuando sea el caso, de acuerdo Maurice Devereaux. Es como si la sociedad dijera: no estés mal, pero si lo estás, que sea de esta manera. De ahí que siendo único cada caso, no sean, sin embargo, lo nunca visto, sino que responde a ciertos modelos y pautas socialmente dadas, que los individuos aprehenden. Al final, ni original ni único se es teniendo los problemas personales e intransferibles que se tienen. De ahí también que dentro de su peculiaridad personal, funcional-contextual, los síntomas-trastornos no dejan de tener forma y estructura, históricamente conformada y por tanto susceptible de variar y hasta de desaparecer. Así, valga por caso, el miedo al infierno o el amor-cortés o figuras clínicas desaparecidas como la histeria charcotiana o los locos viajeros que estudia Ian Hacking tenían su estructura. Esta figuras estaban ligadas a un contexto, tenían su función, fueron históricas y, con todo, tenían estructura (eidos, forma) reconocible.

La cuestión para el clínico, incluyendo uno funcional-contextual, es percibir y captar la estructura, eidos, perturbación-generadora (Minkowski) o fenómeno elemental (Lacan) del trastorno presentado. Sin percibir el eidos uno se pierde en los síntomas. ¿Es el miedo a los lugares el quid de la agorafobia? ¿Es la aversión a la comida el punto de la anorexia? ¿Con decir miedo generalizado se dice algo relevante de la ansiedad? ¿Es la depresión melancólica cosa de sesgos cognitivos? ¿No tienen los síntomas psicóticos centro de gravedad? Creo, por tanto, que un énfasis funcional contextual puede y debe ser también estructural, en el sentido fenomenológico-existencial-cultural apuntado. Ambos enfoques pueden corregir mutuamente sus propias limitaciones: el relativismo del enfoque funcional-contextual por el enfoque estructural y el fundamentalismo del estructural por el enfoque funcional-contextual.

TdP.– ¿Qué opinas de las críticas de que al despatologizar los trastornos mentales, asimilándolos a problemas de la vida, se entra en contradicción con la demanda de psicólogos para la asistencia pública que traten trastornos mentales? ¿No se corre el riesgo de diluir la psicopatología, diluyendo también las funciones específicas del psicólogo?

MPA.– Bueno, los trastornos mentales ya suponen, en cierta manera, un exceso psicológico, en la medida en que consisten en alguna forma de reflexividad que ha dejado de ser esclarecedora y productiva para ser improductiva y aun contraproducente. Se refiere a una reflexividad intensificada, reconocida en la clínica de varias maneras (atención autofocalizada, rumia, evitación experiencial, patrones de respuesta circulares, etc.), que yo retomo con el concepto general de hiperreflexividad. Forma parte de mi concepción y de la respuesta ahora decir y sostener que la materia prima—como causa material aristotélica—de la que se hacen los trastornos mentales serían problemas existenciales y de la vida, socialmente exacerbados en la cultura moderna.

Pues bien, lo que convertiría un problema de la vida en un problema psicológico sería alguna forma de reflexión o autoconciencia intensificada, de una manera que se interpone entre uno y el mundo, llegando a ser, acaso, todo un mundo o el mundo que uno tiene como principal problema o está tenido por él. Y esto se da, no en cualquier sociedad, sino en una sociedad moderna, caracterizada por el individualismo y el subjetivismo y por más señas por el homo psicológicus y tecnologías del yo.

Si, además, sobre esta psicologización de base se ciernen campañas dirigidas a sensibilizar a la población diciendo que muchos problemas de la vida hasta ahora desapercibidos son, en realidad, enfermedades, se tiene un cultivo organizado de psicopatologización de la sociedad. Si además en la consulta, empezando por la atención primaria, se prodigan diagnósticos y medicación para esto y lo otro, se tiene una patologización añadida. Si además circulan por el sistema de salud mental doctrinas como la teoría de la vulnerabilidad que expresamente enseña a los pacientes que su problema es una enfermedad crónica como otra cualquiera, se tiene un adoctrinamiento en toda regla. Es en este contexto en el que tiene sentido hablar de despatologización de los trastornos mentales. De hecho, se reivindica una función crítica de la psiquiatría y de la psicología y, ni que decir tiene, del psicoanálisis frente a estas prácticas. Los psiquiatras y los psicólogos, al margen de que no se identifiquen con el psicoanálisis, debieran leer al menos una vez en la vida La personalidad neurótica de nuestro tiempo de K. Horney y Psicoanálisis de la sociedad contemporánea de E. Fromm.

No dejaría de reconocer formas prácticas de despatologización que realizan los psicólogos en su práctica clínica, como la normalización y la ayuda psicológica aun sin necesidad de tener que dar un diagnóstico. La gente puede tener problemas psicológicos y necesitar ayuda profesional, aun cuando no sea a título de un diagnóstico formal o de una supuesta enfermedad. Para esto también se necesitan psicólogos. El problema para los psicólogos en la asitencia pública no estaría en esta despatologización saludable, sino en la “ley Parkinson”, según la cual, el trabajo se expande hasta llenar el tiempo disponible, de modo que se necesitarían más psicólogos cada vez. La gente también tendría que aprender a asumir los problemas de la vida sin someterse de tan buen grado—según parece—a la atención clínica y así dejar las ayudas profesionales para problemas más graves. Para cada uno, su problema es el más grave, pero también hay que situarse en el mapa.


TdP.– En tu último libro, Las raíces de la psicopatología moderna (2012), planteas el importante papel que en los estados psicopatológicos, juega la reflexividad aumentada, el exceso de autoatención o autoconciencia. Y frente a “la tendencia neuocientífica actual a explicar todo en términos del cerebro” (los trastornos mentales y la propia hiperreflexividad) emprendes el camino de la cultura para dar cuenta de dicha hiperreflexividad. Aunque sea mucho pedirte, ¿puedes explicar brevemente tu planteamiento para aquellos que no lo conozcan?

MPA.– El libro plantea la tesis de que alguna forma de hiperreflexividad o autoconciencia intensificada puede ser el proceso o dimensión común a los diversos trastornos, que la psicología clínica y la psiquiatría andan buscando, como alternativa a la creciente proliferación diagnóstica. Por lo tanto, se trata de una cuestión candente. Ahora bien, comoquiera que hoy todo se hace pasar por el cerebro, se hace necesario ver si esta dimensión común es cosa de la neurociencia, es decir, de desequilibrios neuroquímicos y circuitos defectuosos, o es cosa de la cultura, en este caso, de condiciones y formas de vida históricamente dadas.

En vista de que no hay hallazgos neurocientíficos que obligaran a entender la hiperreflexividad como cosa del cerebro, el libro se encamina a entenderla como un fenómeno histórico cultural. Porque la hiperreflexividad y para el caso los trastornos mentales, de acuerdo con la tesis sostenida, no serían entidades naturales, emergentes del cerebro, sino que tendrían sus raíces en la cultura y, por más señas, en la cultura moderna. A este respecto de percibir su carácter histórico, el libro emprende una remontada río arriba o, como podría decir Freud, a las fuentes del Nilo de la hiperrreflexividad. Haciendo pie en la sociedad oral, se encuentra que la escritura sería el invento y al final la institución humana que crearía en su día y posibilita hoy las condiciones para la reflexividad, al objetivar el lenguaje.

Se da la circunstancia de que la escritura no estaba prevista ni en el cerebro ni en el genoma y, merced a su institucionalización social y cultural, reorganiza la estructura y el funcionamiento del cerebro. A partir de la transición de la oralidad a la escritura, de Homero a Platón, se estudian en el libro diversos grados de reflexividad: griega, medieval, renacentista, moderna, mostrando su intensificación al hilo de diversas circunstancias históricas como la imprenta, el individualismo, la extensión de la lectura (de don Quijote a madame Bovary). Se llegará a ver que la literatura, empezando por novelistas (Dostoievski) y poetas (Baudelaire, Pessoa), refleja y la vez influye en la creciente reflexividad moderna, la misma que está en las raíces de la psicopatología. El libro debiera titularse (de no haber hecho caso al editor), “Las raíces de la psicopatología actual en la reflexividad moderna”. En todo caso, el libro muestra no solo que la hiperreflexividad puede ser una condición patógena, sino que tiene un origen histórico. Ello muestra, de paso, que el propio cerebro se reorganiza al hilo de las formas y condiciones de vida. Si la escritura desapareciera de la faz de la Tierra, el cerebro no la crearía, pero entre tanto, resulta reorganizado por ella cada vez que un niño aprende a leer.

TdP.– ¿Podría entenderse la hiperreflexividad como un mecanismo de defensa patológico, que patologizaría las vivencias problemáticas o conflictivas?

MPA.– Sí, efectivamente, podría entenderse como un mecanismo de defensa. Se trata de un mecanismo de defensa que él mismo resulta un proceso patógeno añadido. El propio nombre de algunos de estos procesos—evitación experiencial, entrampamiento vital—reconoce este carácter defensivo. Otra cosa sería precisar de qué son “defensivos”: de impulsos, de un yo limitado (autoestima, etc.), del miedo a la libertad, de decisiones comprometidas, de enfrentar verdades dolorosas, de exponerse a contingencias.

TdP.– ¿Podrían ser la hiperreflexividad una consecuencia de reacción a una “hiporreflexividad”, entendida como la incapacidad de pensar y de entender lo que a uno le pasa?

MPA.– La hiperreflexividad patógena es una paradoja de la reflexividad. La reflexión es un atributo humano que, entre otras virtudes, hace a uno juicioso, consciente, lúcido, pero que también le puede meter en un torbellino. Esta condición perturbadora no la da sin más la intensidad hiper-, porque una conciencia plena tipo mindfulness puede ser beneficiosa. Lo que hace patógena una autoconciencia intensificada es su papel analítico, juzgador y controlador, de una manera que, al hacerlo, ya no aclara más el problema, sino que lo exacerba con “más de lo mismo”. La conciencia se convierte en una especie de rumia indigesta y lucha contra la propia sombra, porque termina por nutrirse de sí misma. Hay una fusión de uno con sus propios eventos privados—experiencias, pensamientos—, sin el autodistanciamiento de una reflexividad un tanto despegada y así clarificadora de lo que pasa. En esta línea, se puede entender la hiperreflexividad patógena como “hiporreflexividad”, en el sentido de incapacidad de pensar y de entender lo que a uno le pasa. Sin embargo, el problema sigue siendo un “exceso” de autopresencia de uno para sí mismo, ya no productiva, sino contraproducente, por lo que el fenómeno queda, a mi juicio, mejor reconocido como “hiperreflexividad”. Las patologías propias de la “sociedad del rendimiento” y por ende “sociedad del cansancio”, según Byung-Chul Han, se deberían a un exceso de positividad (estímulos, impulsos, impresiones). (De todos modos, Han siguiendo a Peter Handke, se refiere a cansancio no como agotamiento del yo, sino como negativa, entre-tiempo y sosiego en el trasiego de la sociedad del rendimiento.)

TdP.– También a nivel psicoterapéutico enfatizas la importancia del desenredamiento autorreflexivo y la aceptación de los síntomas, en lugar de su evitación y combate (por parte del sujeto). Arrimando el ascua a nuestra sardina, ¿es posible – o, en todo caso, no es más difícil– aceptar los síntomas, sin comprenderlos?

MPA.– La evitación es una estrategia o quizá mejor una actitud que se propone al cliente/paciente cuando la comprensión de los “síntomas” no da más de sí. Puede que la comprensión de dónde vienen y qué función tienen los síntomas sea a veces la solución del problema, porque o bien se comprende y desaparece o bien se acepta sin más. Pero también se pueden comprender los síntomas sin por ello, necesariamente, desaparecer o dejar de ser un problema, según ciertas pautas pueden estar arraigadas o incluso ser el “modus vivendi”.

En este caso, en el que la propia comprensión no implica el remedio, se introduce la aceptación como actitud activa, no resignación pasiva. Por lo pronto, la aceptación supone una ruptura del “círculo vicioso” en el que se estaba y un cierto autodistanciamiento de uno sobre sus propias experiencias que no tenía, según estaba “fundido” con ellas. Pero la aceptación también puede abrir paso a una mayor comprensión, por un lado, biográfica acerca del origen y funciones de los “síntomas” y, por otro, psicológica acerca de los procesos del “circuito patógeno” implicado. Tanto uno como otro es comprensión: causas biográficas y procesos psicológicos. Es interesante recordar aquí la estrategia de la “aceptación de las voces” de Romme y Escher como tratamiento de las alucinaciones auditivas. Se trata de un procedimiento en el que se combina el “dar sentido” a las voces de acuerdo con las experiencias vividas (a menudo traumáticas) y su aceptación sin estar a su expensas.


TdP.– Has criticado con contundencia la concepción de los trastornos mentales como entidades naturales y el intento de asimilarlos a enfermedades médicas. ¿Cuál es entonces la utilidad de las categorías de trastorno mental y de sus clasificaciones? ¿Cómo debe enfocarse la investigación psicopatológica y psicoterapéutica?

MPA.– Su utilidad no es una, sino múltiple. Sirven para la preparación del examen PIR por los psicólogos, para certificaciones oficiales (bajas, reconocimiento), para facturación a seguros y para hacer malas estadísticas de atenciones prestadas y estado de salud de la población. Sirven también para falsas homogeneizaciones de los “participantes” en los estudios aleatorizados y, en general, para una especie de “esperanto” científico. Sirven también para probar y aprobar psicofármacos, puesto que se debe hacer sobre una condición que figure en los sistemas establecidos—DSM, CIE. Pero, ni siquiera son útiles para la medicación que sin embargo fue aprobada para una condición determinada, sabido que los psicofármacos no “respetan” los diagnósticos para los que fueron indicados.

Todo esto, para nada quiere decir que los clínicos funcionen o puedan funcionar sin clasificaciones y categorías, siendo como son éstas, fundamentales para el entendimiento teórico y científico y para una práctica que no quiera ser ramplonamente empírica. El problema no es tener o no tener categorías, sino qué categorías tener. Por lo que aquí respecta, aquéllas al uso, consistentes en listados de síntomas usados como si fueran enfermedades como otras cualquiera se han revelado que, aparte de no describir la realidad por sus “junturas naturales” que diría Platón, responden más a intereses comerciales que a razones científicas. Han llegado a ser fiables, a costa de sacrificar su validez, como las pecas se prestarían a diagnósticos fiables, pero carentes de validez como diagnóstico de cáncer. En general, las dos grandes categorías clásicas, neurosis y psicosis, siguen siendo coordenadas en el universo de la psicopatología. Quiere decir que las categorías o mejor ejes—en el sentido de Fernando Colina— significativos y necesarios no serían probablemente más que unos cuantos. En relación con la psicosis, acaso el eje de la melancolía, el eje de la paranoia y el eje de la esquizofrenia, si es que no variantes de una psicosis única.

Por su parte, la investigación psicopatológica y psicoterapéutica debe enfocarse, como ya sugiere la pregunta, empezando por restaurar la psicopatología, desaparecida con el auge de los sistemas nosológicos y de la neurociencia. Aunque hay textos y asignaturas de psicopatología, por lo común consisten en modelos ad hoc de los trastornos catalogados, más interesados en supuestos mecanismos en tercera persona—mayormente cajones y flechas—que en los fenómenos vitales de lo que le pasa al paciente en primera persona. Esta psicopatología reivindicada, por lo que a mí respecta, sería sobre la base de un enfoque funcional-contextual y a la vez estructural, en el sentido apuntado. A falta de ella, los clínicos en formación (MIR de psiquiatría y PIR) mejor empezarían por leer los clásicos de la psicopatología.

Sobre una base psicopatológica, la investigación alternativa a la proliferación diagnóstica al uso estaría, a mi juicio, en el estudio de posibles dimensiones comunes a las diversas formas que suelen tomar los problemas presentados, tratando de encontrar las semejanzas dentro de las diferencias, lo uno en lo múltiple, diría Platón (recordado a este respecto por Fernando Colina). Un ejemplo de esta línea podría ser la propuesta de la hiperreflexividad como dimensión común y, en cada caso, distinta a todos los trastornos psicológicos, que he presentado en Las raíces de la psicopatología moderna.

Pero quisiera referirme a una propuesta similar de la psiquiatría, que ya se ofrece como alternativa al DSM-5. La ironía es que la alternativa el DSM-5 sale antes de su estreno, lo que sugiere un reconocimiento de su invalidez. Me refiero a los Criterios de los Dominios de Investigación (RDoC, de Research Domain Criteria), un plan estratégico lanzado por el National Institute of Mental Health de EE UU bajo la dirección de Thomas Insel. RDoC propone una reclasificación de los trastornos mentales para propósitos de investigación sobre la base de la neurociencia, de manera que los trastornos sean agrupados por similitudes patofisiológicas subyacentes. Dentro de la buena idea de buscar posibles agrupaciones por similitudes subyacentes, RDoC sale ya hipotecado por la asunción dogmática de la enfermedad mental como trastorno del cerebro y la existencia futura de biomarcadores.

Así, los dominios patofisiológicos que se pretenden identificar asumen un papel causal-lineal, que iría de abajo arriba, de los genes, moléculas, células y circuitos a los auto-reportes de los pacientes en la consulta. Sin embargo, el hecho de que se constaten alteraciones neurobiológicas en relación con alteraciones psiquiátricas no quiere decir que sean sus causas, porque también pueden ser consecuencias. Por el contrario, las posibles agrupaciones deberían empezar por la realidad de los fenómenos clínicos: lo que realmente les pasa a los pacientes. En psiquiatría y psicología clínica, una perspectiva fenomenológica y, por lo que mí respecta, fenomenológico-conductual-contextual, se hace irrenunciable, como partida de toda psicopatología que se precie. Como se ve, existen nuevos enfoques de investigación psicopatológica, algunos ya viciados de inicio.

TdP.– Además del retroceso de las humanidades y de la filosofía, ¿qué factores culturales propician el auge actual del neurorreduccionismo?

MPA.– Diría el individualismo y la creciente tendencia interiorizante, junto con la fascinación de las neuroimágenes. Sin duda, las neuroimágenes tienen magnetismo como para seducir a la gente acerca de que todo es cosa del cerebro. Así, la persona quedaría exenta de responsabilidad acerca de lo que le pasa y la sociedad a salvo de cualquier crítica. Buena parte de la pregnancia del cerebrocentrismo se debe seguramente a este carácter ideológico, donde triunfa la ideología de la ciencia dando a entender, sin embargo, que es la ciencia—neurociencia—la que triunfa sobre la ideología. No soy yo, ni la sociedad, sino el cerebro el “culpable” y lo que hay que cambiar.

TdP.– En El mito del cerebro creador (2011), además de denunciar el cerebrocentrismo imperante hoy día, defiendes con determinación un modelo causal trigénico que integra el cerebro, la conducta y la cultura. Partes de un enfoque filosófico materialista que diferencia entre tres tipos de realidad material: física, psicológica y cultural. Estas tres realidades se concretan en el cerebro la conducta y la cultura, que entiendes como realidades inseparables, manteniendo entre ellas una relación dialéctica, e irreductibles entre sí. ¿Tiene sentido plantearse una primacía etiológica (biológica, psicológica o social) o contemplar la etiología como “series complementarias”, como proponía Freud?

MPA.– Estos tres “géneros”, cuerpo-conducta-cultura, más que una mera interacción (como se dice), conforman toda una unidad dinámica cuyos términos se constituyen mutuamente, siendo, por así decir, contemporáneos. En este sentido, ninguno tendría primacía etiológica: ni orgánica, sea por caso, los socorridos genes a la espera de descodificarse en un trastorno, ni cultural, por ejemplo, un estrés-ahí acechando a la gente a la espera de entrar en un cuerpo. Los trastornos no salen como la dentición, ni entran como la gripe, sino que tanto el comportamiento patológico como el sano (si se puede decir) se constituyen en el desarrollo, según Skinner y Freud. Mientras que Skinner hablaría de contingencias de reforzamiento, Freud bien podría hablar de relaciones objetales. [Parafraseando un artículo del American Psychologist, podríamos decir que buscando a Freud se encuentra Skinner y al revés; el título del artículo es “Looking for Skinner and finding Freud”, vol. 61, nº 69]

El concepto psicoanalítico de relación de objeto puede ser adecuado para entender y explicar esta constitución mutua, entendida la relación como la forma en que el sujeto constituye el objeto (el otro, los demás, empezando por su madre) y a su vez el objeto constituye la actividad del sujeto. Debe entenderse, fenomenológica y experiencialmente hablando, que ni el sujeto ni el objeto preexisten a la relación. De ahí mi prevención con el término “interacción”, en tanto pueda fácilmente sugerir que el sujeto y el objeto ya existen y se ponen a inter-actuar después. La teoría de las relaciones objetales confirma una etiología en términos de “series complementarias” y a la vez podría servir de crítica a la fácil caída del psicoanálisis en la hipostatización de sus conceptos. Dentro de los tres términos implicados en las series complementarias—constitución hereditaria, experiencias infantiles, situaciones actuales desencadenantes—se tiene que privilegiar el relativo a las experiencias-acciones (relaciones de objeto) porque son las que dinamizan, ponen en relación y constituyen los otros dos términos.

Aunque las series complementarias fueron propuestas para la etiología de la neurosis, tienen o podrían tener una nueva vida a propósito de la etiología de la esquizofrenia, de acuerdo con el modelo socioevolutivo (alternativo al neuroevolotivo y a la teoría de la vulnerabilidad), en el que se combinan por este orden adversidades de la vida (experiencias traumáticas, apego desorganizado), procesos epigenéticos (los antiguos factores constitucionales o hereditarios), experiencias disociativas y síntomas psicóticos. Es de añadir que la epigenética está revolucionando nuestro entendimiento de la genética y de la herencia de una manera que devuelve el protagonismo al ambiente y las formas de vida (conductas, experiencias). De ahí que se hayan de privilegiar, dentro de su complementariedad, las experiencias y las acciones. De lo contrario, estaríamos suponiendo que el trastorno está preconcebido en los genes o algo así, a la espera de su desencadenamiento por el ambiente.

Psicoanálisis


TdP.– ¿Cómo fue tu primer encuentro con Freud y/o el psicoanálisis?

MPA.– Como dije, mi encuentro con Freud ya fue antes de entrar en la Universidad, en aquellos tiempos freudo-marxistas. Durante la carrera de Psicología, Freud y el Psicoanálisis eran el contraejemplo, en la ruta que yo seguí de la terapia de conducta y del conductismo. Después, ya como profesor de psicología en la Universidad de Oviedo, a cargo de las asignaturas de Psicología de la Personalidad y de Psicoterapia, las tópicas y típicas críticas al psicoanálisis por falta de cientificidad o por anticientífico me resultaron pequeñas y hasta irrelevantes para refutarlo. Si el psicoanálisis era el contramodelo de ciencia y, sin embargo, persistía a lo largo de los tiempos y había que criticarlo continuamente, entonces tenía más mérito y acaso era algo más que ciencia. Porque, además, la ciencia desde la que se critica al psicoanálisis era ella misma criticable por metodologista. Skinner ya había criticado al conductismo al uso por metodológico y ofrecido en su lugar el conductismo radical: radical por total, sin excluir los eventos privados y por ir a la raíz de su origen en la historia del aprendizaje.

Es precisamente mi condición de conductista radical la que me llevó a tomar en serio a Freud y al psicoanálisis, sin “despacharlos” por el expediente de la cientificidad. El problema del psicoanálisis para mí no era traducir sus conceptos al lenguaje de la “psicología científica”, en la línea de Miller y Dollard. La cuestión para mí era entender el psicoanálisis en el contexto en el que surge, como fenómeno histórico que él mismo hizo historia. Las raíces y el contexto en el que cabría entender el psicoanálisis eran la ciudad moderna y el individuo psicológico que nacían en el Renacimiento y desembocaban en la Viena Fin-de-Siècle, donde operaba Freud. Si el psicoanálisis explicaba todo, incluyendo el desarrollo de la humanidad, el arte y la ciencia, acaso no se explicaba a sí mismo y en todo caso era susceptible de ser explicado en una perspectiva histórico-cultural y, por así decir, conductista—ambiental, contextual. De ahí surgió el libro Ciudad, individuo y psicología, en 1992.

TdP.– Has explicado que cuando te hiciste cargo de la asignatura de Psicoterapia,  como profesor universitario, no te limitaste a despachar a Freud bajo el expediente de “falta de cientificidad” y te lo tomaste en serio. Fruto de ello fue tu libro, Ciudad, individuo y psicología. Freud, detective privado. ¿Cómo valoras ese libro ahora, después de tantos años?

MPA.– Es uno de los libros que escribí con el que más me identifico, por el empeño y capricho personal ya que iba en detrimento de la carrera académica (¿dedicarse a Freud?), así como por la cantidad de “literatura” movilizada y por la tesis psicohistórica de estudiar las raíces del psiquismo y de las propias teorías que lo estudian, como el psicoanálisis en este caso. En relación con la terapia de conducta también he hecho algo parecido a nivel de capítulo en un libro de 1991, cuyo capítulo se titula “Prehistoria de la modificación de conducta en la cultura española”. La modificación de conducta ya estaba ejercitada en la picaresca y la mística, por ejemplo. Nada de esto favorecía tampoco la carrera académica. El caso es que sigo en esa línea psicohistórica o histórico-cultural, como se ve en Las raíces de la psicopatología moderna. Sigo valorando buena la tesis de tomar como contexto la ciudad y el individuo dentro del que situar la psicología, el psicoanálisis y la psicopatología.

Esta perspectiva me sirvió para “situar” a Freud y no despachar el psicoanálisis por el expediente de la cientificidad. Y creo que todavía podría servir a alguien para descentrase de su “fijación” antifreudiana por razones científico-metodológicas. El mismo método detectivesco—semiológico, inductivo-hermenéutico—es más interesante que el método hipotético-deductivo desde el que a veces se descalifica al psicoanálisis. El método indiciario fin-de-siglo, emergente en la medicina como semiología médica y en la literatura como género detectivesco (juntados en Conan Doyle como médico y autor de ficción), se me ofrecía como interface entre la clínica y la ciudad, Freud cual Sherlock Holmes del psiquismo. La figura del detective de “novela negra” (Sam Space) también hacía al caso por el submundo que ponía al descubierto, una especie de “ello” en la ciudad.

TdP.– Se tiene la impresión que la lectura de Freud te produjo tanto un cierto “deslumbramiento” como una cierta irritación científica. ¿Es así?

MPA.– Algo así. Cuando más sistemáticamente leí a Freud yo ya estaba formado como psicólogo y era, por así decir, un “confeso y convicto” conductista. Siendo así, la enorme seducción retórica de Freud no te envuelve, antes bien, admiras lo seductora que es y entiendes la pregnancia que tuvo en sus pacientes, seguidores y público, así como en crear la atmósfera intelectual y cultural que creó. Alguna cosas te “irritan”, ¡pero bueno, de dónde saca esto! (la escena primaria en el caso de “El hombre de los lobos”, lo que dice en el caso Dora, etc.).

Pero sobre esta “irritación” prevalece el “deslumbramiento” que causa y no meramente por su retórica, sino por las contribuciones fundamentales, empezando por la fundación de la psicoterapia (con sus pilares en la relación y en la palabra) y la búsqueda del origen de los “síntomas” en la biografía y no en la biología (en el campo de la escucha en vez de en el campo de la mirada), amén de la concepción de un nuevo sujeto humano personalizado, lleno de vida propia y de significado. Yo siempre recomiendo a mis estudiantes que lean “algo” de Freud (sus casos, las conferencias en la Clark University, El malestar en la cultura, Esquema del psicoanálisis, algo). Suelo añadir que el estudiante de psicología y psicólogo que no haya leído nada de Freud, “peor para él”. También es cierto que no estoy recomendando a Freud para que sean freudianos. Un ateo que no sea él mismo un catequista tiene que tomar muy en serio la religión. La religión tiene cosas de importancia hasta para los ateos, por más que renieguen.

TdP.– En tu libro explicabas la razón de ser del psicoanálisis desde la cultura. ¿Piensas que los factores culturales pueden explicar el declive del psicoanálisis de la misma manera que anteriormente su auge? ¿Piensas que hay necesidades culturales que siguen sosteniendo el psicoanálisis? ¿Cuáles serían?

MPA.– Condiciones histórico-culturales dieron lugar al psicoanálisis y el propio psicoanálisis contribuyó a configurarlas a su manera. Como no podría ser de otro modo (por el carácter reflexivo e interactivo—no fijo natural—de las entidades que estudian las ciencias humanas), el psicoanálisis iría creando una cultura y “espíritu de la época” y así un contexto de propagación y autovalidación, acaso prescribiendo tanto o más que supuestamente describiendo la realidad. Con todo y dada la heterogeneidad y dinámica de la sociedad y de la cultura, factores culturales pueden estar ahora contribuyendo a su declive (“declive” pero no necesariamente “caída” como vaticinaba Eysenck, cuando utilizó el célebre título de Gibbon, “Declive y caída del imperio freudiano”).

En relación con los factores de este declive estaría la propia paradoja del psicoanálisis, según Ely Zarettsky (Secretos del alma: historia social y cultural del psicoanálisis): si, por un lado, contribuiría a la emancipación humana y a dar respuesta al malestar de los individuos en la familia y en la cultura, por otro, no dejaría de arrastrar una serie de prejuicios antipolíticos, antifeministas (conceptos del tipo de la “envidia del pene” no ayudan), como “ciencia judía”, “pseudociencia”, que aflorarían sobre todo a partir de la década de 1970. Vendrían entonces formas de identidad por el grupo, la etnia, el género, más que por el individuo en su historia única. Sería el momento de “enemigos” del psicoanálisis que disputan su espacio como la saga del DSM-3 en adelante, así como dentro de la propia psicoterapia la terapia de conducta y la terapia familiar o sistémica que se autodefinen frente al psicoanálisis (ya no se dice psicoterapia, sino terapia de). Nuevas olas dentro de la psicología empezarían a hacer época, como la autoestima, la inteligencia emocional y la psicología positiva. Todas suponen un giro individualista, pero aquí el individuo es una fuente de potencialidades, no de conflictos, y el mundo un lugar de oportunidades, no de malestar.

¿Qué necesidad cultural hay de psicoanálisis? Frente a este individualismo que cultiva el narcisismo a cuenta de la autoestima, que reduce la emocionalidad a “herramienta” social (inteligencia emocional=estrategia emocional) y que fomenta, por así decir, una “psicología de centro comercial” bajo la cobertura de la psicología positiva, cómo no se va a echar de menos el psicoanálisis. Si bien creo que no es imprescindible hacer pie en él frente a estas “tendencias”, lo cierto es también que el psicoanálisis tiene mucho que decir sobre esas tendencias (acaso formas neuróticas de nuestro tiempo, mecanismos de defensa a escala institucional). De todos modos, la mayor necesidad del psicoanálisis la encuentro frente al retorno de la decimonónica epistemología de la mirada reencarnada en las neuroimágenes como supuesto lugar de explicación. La epistemología de la escucha introducida por Freud, se hace perentoria hoy, de nuevo, porque los trastornos psicológicos siguen siendo cosa del yo y sus circunstancias.

TdP.– ¿Ha evolucionado con el tiempo tu valoración de Freud y del psicoanálisis?

MPA.– Podría decir de la admiración a la reivindicación, no sin grano salis. Mi admiración por Freud era y sigue siendo psico-histórica y antropológica, no obviamente como curiosidad histórica o etnográfica, sino por lo que dice de nuestra sociedad: lo que dice él mismo como investigador acerca, por ejemplo, de nuestra vida psíquica (la importancia decisiva de las experiencias infantiles, del sexo, de la familia, de la motivación inconsciente, de los subterfugios de la psique humana, etc.) y lo que dice su obra como “síntoma” de una sociedad psico-analítica, que gusta de analizar la psique pero también de encubrir los hallazgos. Me refiero a una cierta connivencia que parece tener el psicoanálisis con el statu quo burgués, como si descubriera fuerzas indómitas en nosotros y las reofreciera ya domesticadas, donde la perversidad individual resulta una estructura universal, lo que Ronald Barthes vería como un sistema semiótico de segundo orden característico del mito y Juan B. Fuentes como “impostura freudiana”.

Con todo, Freud no deja de ser uno de los primeros críticos de la modernidad. El malestar en la cultura (1929) se puede ver como una respuesta a la “crisis de la modernidad”, junto con La tragedia de la cultura de Simmel (1917) o La rebelión de las masas de Ortega (1929). Más allá de la letra psicoanalítica creo que se puede reconstruir la estructura tópica del psiquismo como reflejo de la ciudad, con sus conflictos, a poco que se perciba a Freud en la perspectiva de Platón, cuya teoría tripartita del individuo era la misma de la ciudad. Mutatis mutandis, se vería que la trinidad freudiana—ello, yo—super-yo—reflejan la ciudad moderna (algo de esto presenté en Tratamientos psicológicos, cap. 1: Movimiento psicoanalítico). Aunque el psicoanálisis ya no se puede reducir a Freud, tengo para mí que Freud es tan grande que las reformas y adaptaciones del psicoanálisis a los tiempos y lugares están precontenidas en su obra.

En cuanto a mi reivindicación, se refiere, en primer lugar, a la ya citada perspectiva biográfica frente a la biológica: el campo de la escucha (sujeto) frente al campo de la mirada (neuroimagen). Tal parece que actualmente se estuviera en la misma situación decimonónica de finales del siglo XIX (antes autopsias y microscopios y hoy neuroimágenes) y se olvidara la revolución que Freud introdujera entonces. También reivindico conceptos psicoanalíticos como experiencia traumática (omnipresente en la clínica, sin los tributos que Freud se merece por ello) y apego desorganizado, de los pocos factores etiológicos conocidos en psicopatología, incluyendo la esquizofrenia, a pesar de tanto esfuerzo por encontrar genes, desequilibrios neuroquímicos y circuitos defectuosos. En esta perspectiva, se ha ofrecido todo un modelo socio o psicoevolutivo de la esquizofrenia, alternativo al neuroevolutivo imperante como si ésta fuera la última palabra. También habría que reconocer el origen freudiano de la “alianza” terapéutica como clave de la psicoterapia, aunque no haría falta reivindicarla porque es de las pocas cosas que están establecidas.

TdP.– ¿Sigues la evolución del psicoanálisis? ¿Qué otros psicoanalistas, además de Freud, te han interesado? ¿Por qué

MPA.– No sigo su evolución, como debiera. Pienso que no es fácil de seguir en su totalidad, ni siquiera supongo para un estudioso. En nuestro libro La invención de los trastornos mentales, en el capítulo correspondiente exponemos el psicoanálisis de acuerdo a las cuatro grandes psicologías que contiene, en torno a los conceptos-fuerza de las pulsiones, el yo, las relaciones objetales y la identidad (siguiendo a Mitchel y Black: Más allá de Freud). Tampoco estoy al tanto de los psicoanalistas españoles, aparte de por mi propia limitación, por su escasa presencia en la Universidad, aunque citaría a colegas como Alejandro Ávila y Eduardo Chamorro. Puestos a ello, citaría también a los “Alienistas del Pisuerga”. La edición de obras clásicas de la psiquiatría que ofrecen es impagable. Los libros de José Mª Álvarez y Fernando Colina son fuente de sabiduría clásica de la psicopatología, de la que la psiquiatría y la psicología clínica necesitan para merecer su nombre. También citaría a Jorge L. Tizón, prácticamente el único que se ha ocupado de la epistemología de la psicopatología, en su libro de 1978 y en un artículo-ensayo de 2001 (“¿Por qué “neurociencias” y no “psicociencias”?”), amén de sus obras sobre el duelo y el miedo.

En general, estoy al tanto de que la psicoterapia (psicoanalítica) breve está mostrando su eficacia de acuerdo con los criterios al uso, de manera que ya no se puede reprochar a la psicoterapia psicodinámica falta de apoyo empírico. Me ha interesado especialmente la “escuela británica” (Bowlby, Winnicott, etc.), porque sus aportaciones son más homologables con otros conocimientos de la psicología. De Melanie Klein, creo que su mayor aportación es su influencia en el surgimiento de esta escuela.

Podría sintonizar con Lacan, vía la fenomenología, dadas sus influencias de Heidegger, si bien a Heidegger le parecía que Lacan necesitaba un psiquiatra (Roudinesco). Esta sintonía podría estar, por ejemplo, en relación con el desarrollo del sujeto como compuesto de “reflejos” sociales, con el lenguaje como constitutivo de nuestro ser-en-el-mundo y con las alucinaciones como disrupciones del sujeto en vez de la típica percepción sin objeto, pero se me escapa el “supuesto saber” lacaniano que me pudiera venir bien—como supongo—en la perspectiva fenomenológico-conductual. Pero, ciertamente, el “dialecto” lacaniano no lo pone fácil ya que, como dice un amigo mío, habría que saber “lacanés”.

No dejaría de referirme a la esquizofrenia, donde las psicoterapias de inspiración psicoanalítica tienen hoy renovada vigencia, quién lo iba a decir. Dos ejemplos. Por un lado, citaría la persistencia del psicoanálisis en una perspectiva psicológica y social más amplia dentro de la International Society for Psychological and Social Approaches to Psychosis, una institución paralela a la propia historia de los neurolépticos, que mantiene la llama encendida frente a la neuroleptización de las psicosis. Dicho esto, sin olvidar los cursos anuales de esta sociedad en España organizados por Manuel González de Chávez. Y puestos a no olvidar, ahí está la colección de Psicopatología y Psicoterapia de las Psicosis de Herder bajo la dirección de J. L. Tizón, donde entre otros se publican libros en la línea de esta sociedad. Por otro lado, citaría la original combinación de psicoanálisis y fenomenología sobre la base de una filosofía que se identifica como contextualismo fenomenológico (vía Heidegger), amén de la psicoterapia interpersonal que implica, de los psicoanalistas estadounidenses, a George Atgood (The abyss of madness) y Robert Stolorow (World, affectivity, trauma), sin olvidar en España a Joan Cordech y Carlos Rodríguez Sutil. Quizá sea hora de que clínicos de otras identificaciones revisen sus prejuicios y tópicos acerca del psicoanálisis, acaso justificados para alguna de sus variantes, pero de ninguna manera generalizables.

TdP.– ¿Puede hablar un conductista del inconsciente en la actualidad? En tus escritos parece que evitas el término inconsciente: hablas de conciencia y no conciencia, o de relación forma/fondo. ¿Qué opinas?

MPA.– Un conductista no suele hablar de inconsciente, a pesar de compartir con el psicoanálisis que buena parte de las causas de nuestra conducta están lejos de poder ser “verbalizadas”. Creo que se evita el término por las connotaciones psicoanalíticas que tiene, por implicar acaso más de lo que se quiere decir. Pero un conductista (fenomenológicamente orientado) puede también que tenga objeciones al inconsciente psicoanalítico que, por mi parte, no dejaré de esbozar en reconocimiento a la importancia del concepto. A su vez, el análisis de la conducta también tiene “idea” del inconsciente. Empezaré por esta idea. Para empezar, Freud y Skinner coinciden plenamente en considerar que no hay “acto”, por insignificante y casual que parezca, que no tenga causa. Sin embargo, Skinner para “descubrir” la causa interrogaría la “historia de aprendizaje” en relación con la pluralidad de estímulos que simultáneamente están influyendo nuestra conducta, incluyendo cualquier palabra, lapsus o acto fallido. De hecho, Skinner ofrece (en Conducta verbal) un análisis funcional de los lapsus linguae, acaso menos intrigante y “profundo” que el de Freud pero, en mi opinión, más certero y verdadero.

La idea de “inconsciente skinneriano” estaría en el concepto de “conducta moldeada por contingencias”, distinto del de “conducta gobernada por reglas” (en la línea de una distinción clásica que se dice de muchas maneras, inconsciente/consciente, intuitivo/analítico, etc., hoy popularizada por Kahneman como “sistema 1” y “sistema 2”, en Pensar rápido, pensar lento). La conducta moldeada por las contingencias se refiere a toda conducta que se aprehende en contacto directo con las contingencias, desde antes de aprender a hablar y continuamente a lo largo de la vida. La conducta gobernada por contingencias vendrían a ser las “relaciones objetales” en el psicoanálisis, el “habitus” en Bourdieu y el “conocimiento tácito” en Polanyi. El equivalente al inconsciente en la fenomenología sería la pre-reflexividad como conocimiento tácito, implícito, preverbal, antepredicativo, en todo caso, relacionado inextricablemente con la reflexividad, como su trasfondo.

En cuanto a las objeciones, permítase solamente un despunte, ni siquiera apunte. Siendo fundamental el inconsciente, y no solo para el psicoanálisis, los psicoanalistas debieran revisar si es que, en su “apropiación” de él, no lo habrán hipostasiado, sustantivado, separándolo de la conciencia como si tuviera vida propia. Aun aceptado que el individuo no se encuentra en una situación privilegiada para comprenderse a sí mismo, si aceptamos también que todo ser propio se manifiesta en cada acto, gesto o síntoma, quiere decir también que todo acto psíquico implicaría conciencia—intencionalidad—aunque no necesariamente conocimiento, de acuerdo con la distinción sartriana entre conciencia/conocimiento a propósito de su Psicoanálisis existencial (El ser y la nada). La idea de un “acto” psíquico “inconsciente” podría ser un tanto contradictoria en sí misma, en una perspectiva fenomenológico-conductual-contextual.

TdP.– ¿Te parece que hay un gran desconocimiento mutuo entre terapeutas conductistas y psicoanalíticos? ¿Se mantienen los prejuicios? ¿Ha cambiado algo en los últimos años?

MPA.– Sí, hay un gran desconocimiento mutuo, mantenido por prejuicios difíciles de superar, tanto más en la medida en que se autodefinen unos frente a los otros, y no veo que vayan a menos. De todos modos, citaría una psicoterapia radicalmente conductista de las llamadas de “tercera generación” que tiene una afinidad electiva, reconocida, con la psicoterapia analítica. Me refiero a la Psicoterapia Analítica Funcional. Tiene su base en el fenómeno de la transferencia, cuenta con la interpretación como una de las operaciones terapéuticas y propone una concepción del desarrollo del yo y de sus trastornos. Aunque ofrece de estos aspectos una explicación en términos del análisis de la conducta, con especial énfasis en la conducta verbal o lenguaje, la cuestión que quiero resaltar es que temas freudianos (transferencia, interpretación, yo) tienen su reconocimiento, y conocimiento, en una psicología conductista. El propio término “psicoterapia” para nombrar una terapia conductista suena a oxímoron, poco menos que nieve caliente, pero es un “guiño” a la psicoterapia analítica. Es un caso en el que los extremos se tocan, debido en este caso al carácter radical de Freud y Skinner. Buscando a Freud se podría encontrar a Skinner. Por su lado, las relaciones objetales, las pautas de apego y las experiencias traumáticas de la infancia son fácilmente asimilables en la perspectiva conductista. Freud y Skinner están juntos en situar las raíces del psiquismo y del comportamiento en la experiencia y contingencias de la infancia.

También sería de señalar una afinidad, en este caso no electiva, entre la psicoterapia (psicoanalítica) breve y la terapia de conducta (breve de toda la vida). De todos modos, los terapeutas de conducta dirían que funcionan por lo que tienen de procedimientos conductuales (confrontación=exposición, etc.). Por su parte, los psicoterapeutas dirían y de hecho dicen que las terapias no-dinámicas pueden ser efectivas porque los terapeutas más experimentados utilizan técnicas que son propias de la teoría y la práctica psicodinámica. Aun reconocida su cercanía, no es fácil que unos y otros se pusieran de acuerdo. Como dijo Nietzsche, los abismos más estrechos son los más difíciles de saltar. Los posibles diálogos entre escuelas no tienen por qué ser siempre para ponerse de acuerdo. Aclarar el desacuerdo puede ser un buen acuerdo. Sin negar diferencias “abismales” que, a pesar de todo, existen, tengo para mí que el tema de nuestro tiempo en psicoterapia no es la polémica entre psicoanalistas y conductistas, ni ninguna “guerra de religión” de estas, sino la psicoterapia frente al reduccionismo neuroquímico. Dentro de esto no es casualidad que la mayor resistencia, crítica y alternativa al cerebrocentrismo que nos invade venga de la tradición psicoanalista y conductista radical (donde me pondría como ejemplo). Ahí está también Tizón, preguntando si no es hora de la psicoterapia y por qué no “psicociencia” en vez de “neurociencia”.

TdP.– ¿Pueden la investigación clínica y el psicoanálisis (como método de investigación clínico) aportar algo a la psicología científica?

MPA.– El psicoanálisis es muy variado hoy día y está haciendo aportaciones continuas a la clínica, como he apuntado. Los conceptos de trauma, apego y disociación están en el centro del modelo socio o psicoevolutivo de la esquizofrenia. La psicoterapia breve ha mostrado su eficacia de acuerdo con los estándares de la investigación de la eficacia (sin menoscabo de que sean discutibles). La alianza, la transferencia y la interpretación son conceptos fundamentales de la psicoterapia debidos al psicoanálisis. La psicoterapia, conocida la importancia de la intersubjetividad en la estructuración del sujeto, está teniendo una nueva vida en la esquizofrenia.

Hay que contar con el psicoanálisis en la investigación clínica, pero el psicoanálisis puede que todavía tenga una “fijación” con la “situación psicoanalítica” como fuente y banco de pruebas de sus hallazgos, métodos y teorías. La autarquía del método psicoanalítico que vive de la situación psicoanalítica es un método perfecto para la “ilusión del clínico”, cual Charcot que confirma lo que él mismo propaga, sin privarse de generalizarlo como conocimiento de una nueva “teoría científica”. No creo que todos los psicoanalistas estén en desacuerdo con esto.

Puede que Freud haya dado pie a esta hermenéutica cerrada (investigación-tratamiento-teoría) sin despegarse del diván, aun cuando buena parte de su obra está más allá de la casuística. Me atrevo a decir que incluso el psicoanálisis freudiano es más amplio que el derivado de la situación clínica, pero da la impresión de que a duras penas se libra de la autarquía y de la ilusión. Además, está el socorrido dicho que como anillo al dedo le conviene al psicoanálisis, de que quien solo sabe psicoanálisis, ni psicoanálisis sabe. La imagen que se tiene desde fuera, probablemente injusta, es que los psicoanalistas son infalibles e incorregibles. Freud acaso se pudo permitir desdeñar la confirmación científica de su teoría, en referencia a la genial respuesta a Rosenzweig de que los datos que la confirman no tienen por qué perjudicar la teoría, pero los demás, ninguno se lo puede permitir.

Así, según parece, hay más evidencia en contra, que a favor, del papel curativo del insight, como para abandonar este objetivo psicoterapéutico. Una cosa son los efectos mayéuticos y otra los curativos, de acuerdo con la distinción de José Bleger. Mientras que el efecto mayéutico del insight puede ser unas veces antes que el efecto curativo y otras al revés, sin que haya proporción ni contingencia entre ellos, los efectos curativos derivan de la combinación de elementos expresivos y de apoyo, según los resultados del clásico Proyecto Menninger. Lo que también ha mostrado este proyecto es que los elementos de apoyo están presentes por más que el clínico solo esté interesado en los expresivos (como los rogerianos no-directivos apoyaban —“reforzaban”— sin quererlo ni saberlo, ciertas tendencias de los clientes).

Puede que esto sea una mala noticia para los psicoanalistas dogmáticos, pero es buena para los pacientes y el saber clínico. Por una vez el insight del conocimiento empírico podría servir a los clínicos demasiado entusiastas con el insight del paciente. A lo que parece, no hay “oro puro” en el psicoanálisis, sino “aleación de cobre” consistente en una mezcla de apoyo, sugestión e insight, en proporciones variables. En definitiva, lo que quiero decir es que el psicoanálisis tiene mucho que aportar a la psicología científica, siempre que salga de la autarquía de la “situación psicoanalítica”, y a la vez que beneficiarse de otras disciplinas para su propio insight. Pondría como ejemplos que me resultan cercanos de contribución mutua entre psicoanálisis y conductismo radical la citada Psicoterapia Analítica Funcional y entre psicoanálisis y fenomenología el contextualismo fenomenológico (Atwood, Stolorow), que podría inspirar una psicoterapia fenomenológico-contextual, si es que renunciáramos a un psicoanálisis existencial de inspiración sartriana.

Otras

TdP.– Tienes una larga experiencia como profesor universitario. ¿Cómo ves los estudios de psicología en la universidad en la actualidad? ¿Han cambiado los alumnos en su manera de optar la psicología desde que comenzaste?

MPA.– No tengo en buena opinión los estudios de psicología en la Universidad, empezando por el “modelo Bolonia” adoptado. La “bolonización” supone, en mi opinión, la infantilización de la Universidad. La universidad española no fallaba por la Licenciatura, aunque mejorable, sino por el postgrado (doctorado y máster). Los estudios de Grado en los que se ha convertido la antigua Licenciatura vienen a ser un “popurrí” de asignaturas cuatrimestrales que atomizan la Psicología. Como si un texto tradicional de psicología explotara y cada capítulo se reencarnara en una asignatura (percepción, memoria, aprendizaje, razonamiento, etc.). Muchas asignaturas y apenas ninguna que no sea de psicología, como había antes de antropología, sociología y filosofía. El problema es que quien solo sabe psicología, ni psicología sabe. Con planes de estudios así, “bolonizados”, los estudiantes obtienen información pero difícilmente conocimiento (y de sabiduría, ni hablamos).

Supongo que las razones y motivos por los que los estudiantes eligen psicología serán heterogéneos, pero la del “cálculo profesional” propio de la época, por las posibilidades de colocación, no me encaja. ¿Por qué hay estudiantes para un número creciente de Facultades de psicología, sin decrecer su demanda, cuando las esperanzas de colocación son menguantes?, es un enigma digno de Marvin Harris, como dije. Los “motivos” personales, para conocerse mejor, etc., supongo que persistirán, pero creo, y así lo espero, que no expliquen más que algunos “casos”. Quizá habría que considerar la “feminización” de la psicología (del orden del 85-90% son mujeres) al hilo de la “feminización” de la sociedad. La psicología se presta a ser un campo en el que plantear cuestiones que, aun siendo de interés general, parecen interesar particularmente en la perspectiva femenina (construcción del género, formación de la identidad, el papel de las emociones, etc.). Hay quien dice que ciertas olas de la psicología de los últimos tiempos como la autoestima, la inteligencia emocional y la psicología positiva tienen una particular afinidad femenina, aunque yo no diría tanto.

TdP.– ¿Qué papel deben jugar la filosofía y la epistemología en la formación del psicólogo?

MPA.– La filosofía está desaparecida de la formación de psicólogo y ya apenas ningún estudiante de psicología ni psicólogo la echan en falta. Sin embargo, sigue siendo fundamental, no solo por la importancia de la Filosofía para cualquier disciplina científica (teoría de la ciencia, epistemología, etc.), sino por el peculiar saber de la psicología: 1) por la pluralidad de sus raíces históricas, entre ellas la filosofía, 2) por su propia naturaleza centrada en entidades y conceptos tan perennes como la mente, la psique, por no hablar ya del alma, 3) por su carácter intersticial entre la biología (cerebro, cuerpo) y la cultura (instituciones, formas de vida) sin reducirse a ellas, 4) por su inevitable interdisciplinariedad que siempre plantea choque de conceptos e ideas, amén de las cuestiones éticas implicadas.

La falta de filosofía en la formación de los psicólogos se nota, por ejemplo, en la “deriva” neurocientífica que invade también la psicología, como si la referencia al cerebro hiciera más sólidos y científicos los conceptos y conocimientos psicológicos. El déficit humanista, empezando por la falta de argumentación lógica y de interrogación socrática, me parece a mí que hace a la gente, incluyendo licenciados y graduados, más crédulos e impresionables, por ejemplo, ante la seducción de las imágenes como las neuroimágenes y ante razonamientos falaces como los razonamientos ex iuvantibus que presiden la psicofarmacología (como si el remedio explicara la causa de las molestias aliviadas). Entender el papel del cerebro en relación con la psicología es una cuestión filosófica, no empírica, de manera, por ejemplo, que se puede estar defendiendo un monismo metafísico o un dualismo supuestamente superado, sin saberlo. Recuérdese lo que dijo Jaspers: no hay escape de la filosofía.

TdP.– Como figura relevante de la psicología clínica, ¿cómo ves el futuro de los psicólogos clínicos, ahora que la asistencia pública les cierra sus puertas por los recortes?

MPA.– Lo veo con pena y penoso. Es una pena, por lo que podría aportar y es penoso su camino por el desfase que hay entre lo posible y lo probable. Tengo para mí por probadas cuatro condiciones que podrían ser propicias para la psicología clínica en la asistencia pública y, sin embargo, también sé que no se están abriendo sus puertas. Las condiciones probadas a las que me refiero son: 1) la disponibilidad de terapias psicológicas eficaces y eficientes, 2) el agotamiento de la medicación sin dar más de sí (sin ser más que sintomática como los “antigripales” y sin ninguna otra novedad en los últimos 30 años que afortunados eslóganes como “desequilibrio de la serotonina” o el más reciente de “estabilizador del humor”), 3) la naturaleza psicológica de los problemas y trastornos mentales (psiquiátricos o psicológicos) como cosa del yo y sus circunstancias, y 4) la preferencia de la gente por la psicoterapia si dispusiera de ella y estuviera informada de los pros y contras de la medicación. Como no hay crisis que cien años dure, vendrán tiempos mejores.


Algunos libros de Marino Pérez Álvarez

Ciudad, individuo y psicología. Freud, detective privado, Editorial Siglo XXI (1991)

La superstición en la ciudad, Siglo XXI de España (1993)

Tratamientos psicológicos, Editorial Universitas (1996)

La psicoterapia desde el punto de vista conductista, Editorial Biblioteca Nueva (1996),

Las cuatro causas de los trastornos psicológicos, Universitas, 2003

Contingencia y drama. La psicología según el conductismo, Editorial Minerva (2004),

Guía de tratamientos psicológicos eficaces (3 vol.), como editor, de un libro colectivo, editorial Pirámide (varias ediciones desde 2003-2011).

La invención de trastornos mentales. ¿Escuchando al fármaco o al paciente?, coautor con Héctor González, Alianza Editorial (2008),

El mito del cerebro creador. Cuerpo, conducta y cultura, Alianza Editorial (2011).

Esquizofrenia y cultura moderna. (Lección Inaugural del curso 2011-12, de la Universidad de Oviedo).

Las raíces de la psicopatología moderna. La melancolía y la esquizofrenia Pirámide (2012).

Las terapias de tercera generación como terapias contextuales, en preparación para su publicación en Editorial Síntesis (previsto finales de 2013)

Patologización de la infancia: TDHA y trastorno bipolar, en preparación, junto con Fernando García de Vinuesa y Héctor González Pardo.