Si no podemos ver claro, al menos veamos mejor las oscuridades.
Freud, 1926
1) Introducción
1.1) Los (des)enlaces familiar y grupal
En la relación psicoterapéutica con personas que tienen dificultades graves de salud mental, acontecen multitud de escenas que nos ayudan a comprender el modo en que transitaron por su temprana infancia, especialmente en los ambientes de convivencia en que trabajamos según el modelo de comunidad terapéutica (García Badaracco, 1990). Aquí, la depositación masiva y precoz de emociones sobre el equipo de profesionales actualiza los dramas que frecuentemente encontramos en las vidas de estos pacientes y sus familias. El intenso dolor que conlleva elaborar estas vivencias les impide expresarlas en terapia, tal y como hacen otras personas que, dotadas de una identidad más fuerte y cohesionada, encuentran por esa vía —la de representar sus afectos dolorosos mediante la palabra— un alivio de la angustia y el comienzo de su reparación.
Pero las historias de las personas con grave sufrimiento psíquico están pobladas de decepciones en la relación con los otros, ya sea por ausencia, negligencia, pérdida o “exceso” de presencia de las figuras más importantes de su vida. Así, hasta fases muy avanzadas del proceso terapéutico, cuando han garantizado suficientemente la seguridad del vínculo, la única forma de comunicar sus dramas es “escupirlos” sobre los terapeutas, haciéndoles experimentar, en forma diferida, las difíciles situaciones y emociones que vivieron en primera persona durante su infancia. La complejidad del proceso terapéutico radica entonces en esta puesta a prueba de los aspectos menos desarrollados del terapeuta (o del equipo), cuyo papel resultará más o menos exitoso en función de que pueda tolerar ambas regresiones que se presentan entrelazadas, la del paciente y la propia. Pensamos que el ambiente más adecuado para tramitar el dolor ligado a estas situaciones es el vivido en espacios grupales. Principalmente los grupos de psicoterapia, entre los que destacamos por su particular capacidad de acogida y para ampliar la mirada, el grupo multifamiliar.
1.2) El rompecabezas sobre la causa
En este trabajo describiremos algunas características que, en nuestra práctica, solemos encontrar en las familias con sufrimiento psíquico grave. Sin embargo, resultaría demasiado simplista y probablemente injusto establecer una relación causal directa entre las dificultades de la familia y la génesis de dicho sufrimiento. La cantidad de variables influyentes, que sobrepasan con mucho nuestra capacidad de análisis, dotan al proceso etiológico de una gran complejidad, toda vez que nos llaman a la prudencia.
En primer lugar, encontramos la disposición previa de la persona, que las corrientes biológicas en salud mental tienden a explicar como “genética” o “hereditaria” y que, en nuestro caso, tratamos de comprender psicoanalíticamente. Freud ya describió que durante el proceso de constitución del aparato psíquico se establecen puntos de fijación en determinadas etapas evolutivas que determinan que, en la medida en que no se hayan resuelto los procesos psíquicos asociados a dichas etapas, se dé cierta predisposición a una regresión a estas etapas ante nuevos conflictos psíquicos que la persona no es capaz de resolver. Para Freud estos desarrollos se llevan a cabo, fundamentalmente, durante la temprana infancia. Más adelante, Lacan se refirió a este proceso inaugural del psiquismo como mítico o estructural, es decir, no acontecido durante la vida del individuo sino en un tiempo hipotéticamente anterior (se trata de una construcción teórica). De modo que sólo podemos tener noticia de él por sus efectos. Suponemos entonces que se constituyó adecuadamente el aparato psíquico cuando una persona puede representar sus experiencias, es decir, convertirlas en elementos comunicables mediante el lenguaje, dotándolas de significación. Para Lacan, esto evidencia la marca en el psiquismo de lo que llamó el significante Nombre del Padre. Su inscripción o su ausencia, forclusión, posibilita o impide, respectivamente, una operación fundamental, la Metáfora Paterna, que determina el tipo de defensas en función de las cuales una persona pertenece a una u otra estructura clínica, psicosis, perversión y neurosis (Lacan, 1957-58).
Dejando a un lado la predisposición, el desarrollo madurativo del individuo precisa la provisión de ciertos recursos que, a modo de escudo protector, le sirvan para afrontar las dificultades que inevitablemente acontecerán a su alrededor durante el crecimiento. En esta provisión resulta fundamental el acompañamiento, razonablemente saludable, de las figuras significativas para el niño.
Por último, en el curso de nuestra vida determinados acontecimientos pueden desbordar la capacidad de adaptación de nuestro aparato psíquico. Nos referiremos a estas contingencias como cambios, por cuanto suponen una alteración de la homeostasis previa. En estas circunstancias suele aflorar la angustia, tanto por la pérdida de la estabilidad anterior como ante la incertidumbre que suscita la nueva situación.
Entendemos que todos estos factores son interdependientes: el desarrollo de fortalezas o debilidades en el psiquismo dependerá no sólo de uno de ellos, sino del modo en que se combinen e influyan entre sí.
Alejémonos pues de tomar como explicativas nuestras descripciones sobre la atmósfera que envuelve al sufrimiento psíquico grave. Deseamos, más bien, considerarlas una pieza del rompecabezas que, articulada con otras variables, nos ayuden a comprender a las personas que atendemos y contribuyan a diseñar estrategias más eficaces de intervención.
2) Desarrollo psicoemocional temprano
2.1) Primeras palabras, primeras emociones[2]
Desde los primeros días de vida, el bebé establece con sus cuidadores, habitualmente sus padres, una relación de gran dependencia. Con uno de ellos —en la mayoría de los casos, aunque no necesariamente, la madre— acontece un acercamiento especial. Se trata de un vínculo muy intenso, de tipo simbiótico, que es necesario y saludable para ambos miembros de esa “pareja”. Para el adulto, gestionar esta relación supone un quehacer complejo. Las vicisitudes de la crianza, en caso de tramitarse adecuadamente, le ayudarán mucho a su propia maduración. Para el bebé, completamente desvalido, estas primeras experiencias suponen una total sumisión física y emocional. Su existencia queda absolutamente supeditada a la voluntad de otro.
Así las cosas, el bebé va experimentando vivencias de displacer que expresa en forma difusa, sin dirigirlas específicamente al otro, cuya presencia aún no tiene registrada. Por supuesto, sin entender qué le ocurre pues carece del aparato necesario: el lenguaje, para nombrarlas y representarlas mentalmente. No existen más que en forma de un malestar que le desborda. La persona que encarna la función materna, en adelante simplificaremos refiriéndonos a su madre, se convierte en receptora de esa angustia, y en función de su intuición va identificando y nombrando con palabras dicho malestar. Así, va aportando un código, codificando las sensaciones del bebé, es decir, significándolas en cada ocasión como necesidad fisiológica o emocional (hambre, sueño, tristeza, enfado, etc.). El bebé queda entonces necesariamente alienado a las palabras y al deseo de otro. Fijado a la “omnipotencia materna” en una operación, la sumisión a un código o lenguaje ajeno, que supone una primera y gran identificación con el otro (Lacan, 1958). Estas primeras marcas lo invaden y lo perturban, resultando en cierto modo traumáticas. No obstante, gracias a ellas va constituyéndose un mundo interno mediante la acumulación de experiencias, somáticas y afectivas, que sólo existirán para él en tanto en cuanto sean nombradas con esos significantes que el otro provee.
2.2) Del instinto a las pulsiones: autoerotismo
La identificación primaria por la que el bebé queda alienado a las palabras del otro es efecto de su inmersión en el universo del lenguaje. Esta operación implica una pérdida: la imposibilidad, por más palabras u otros elementos de comunicación que el bebé tuviera a su alcance, de dar cuenta por completo de su malestar, que queda transformado en una demanda en la que siempre se pierde algo, siempre queda un resto. En la medida en que nunca podrá expresar su necesidad al cien por cien, tampoco conseguirá satisfacerla en su totalidad. Así pues, el contacto con ese Otro primordial, representado por el lenguaje, provoca irremediablemente una falta, una incompletud; desde el inicio será un sujeto dividido, con aspectos de sí que, al no poder trasladar a otros, quedan desalojados y reprimidos. Esta es la operación a la que Freud, desde una perspectiva histórica, denominó fijación o, más adelante, represión originaria (Laplanche y Pontalis, 2004).
Pero no existe un momento concreto de la vida en que se produzca el contacto del individuo con el lenguaje. Se está en la palabra desde siempre, en tanto el sujeto es deseado, imaginado y puesto en palabras por su entorno mucho antes incluso de que sea concebido. Se trata pues, desde la perspectiva lacaniana, de una característica estructural del ser humano, por el hecho de habitar el mundo simbólico de los seres hablantes. No obstante, podríamos fantasear que existió un tiempo mítico, original, primario, anterior al nacimiento, en el que todas las demandas hubiesen sido satisfechas por completo, existiendo únicamente la vivencia de placer. Algo semejante sería posible únicamente en los animales, que privados de la función hablante viven arrastrados por la permanente búsqueda de la satisfacción. El instinto orienta sus vidas hacia la descarga inmediata y total, que fácilmente pueden obtener de cualquier objeto o situación que pueda apaciguarlo, comida, sueño, instinto sexual, necesidades fisiológicas, etc.
Sin embargo, la lengua materna provoca en el “cachorro humano” la desnaturalización del instinto y su transformación. Los primeros significantes de la madre, sus palabras, su voz, su mirada, el contacto con su piel, etc., son dirigidos sobre todo, a las funciones orgánicas del bebé, generalmente alrededor de los orificios corporales, en especial la boca y el ano. El hecho de comer, defecar, llorar, etc., cobra entonces una dimensión diferente a la mera satisfacción autista del animal. Son actos que se llevan a cabo por el otro, ante el otro, para el otro, y, en la medida en que la demanda materna se centra en alimentarlo, limpiarlo o acunarlo, las zonas del cuerpo implicadas en dichos actos quedan erogeneizadas, cargadas libidinalmente. Las palabras y cuidados maternos transforman así el instinto en pulsiones que se organizan alrededor de los agujeros del organismo, delimitando zonas que funcionan por separado y que buscan, a toda costa, su satisfacción. No existe aún, en este momento, la vivencia de un cuerpo unificado, ni de un yo que pueda percibirlo como tal, sino un organismo fragmentado, dividido, que funciona bajo el imperio de lo que Freud llamó el autoerotismo (Freud, 1905).
2.3) De las pulsiones a la libido: narcisismo
Al margen del “cacho de carne”, es decir, del organismo fragmentado dominado por la anarquía de las pulsiones parciales, la constitución de un cuerpo unificado que el sujeto pueda reconocer como propio y de un yo agente de este reconocimiento requiere una nueva identificación, secundaria respecto de la original. Se trata en este caso, no de una identificación a las palabras o símbolos de comunicación que utiliza la madre, la identificación primaria es simbólica, sino a una imagen, identificación imaginaria. El bebé necesita una imagen para identificarse y reconocerse en ella, y la obtiene de lo que sus progenitores le devuelven sobre sí en multitud de ocasiones durante los primeros meses de vida: “qué guapo, qué bueno,…” pero también “vaya, cómo llora, ¿estás enfadado?…”. Así pues, sus padres representan un lugar ideal, Ideal del yo, que como si de un espejo se tratara, devuelven al bebé una imagen amable, es decir, susceptible de ser amada, que él acepta como propia. Y encarnará esta imagen, o yo ideal, creyendo responder a la perfección a las expectativas de sus padres (Schejtman, 2015).
A partir de aquí el bebé experimenta un gran júbilo al percibir, a través de esa imagen, su cuerpo unificado y completo, antes incluso de haber adquirido las capacidades motoras necesarias para su control. Pero esta anticipación es el nacimiento de un primer sentimiento de sí mismo, de su yo y de su realidad psíquica interior, con los que a partir de ahora examinará el mundo. La carga libidinal, antes repartida en las diferentes pulsiones parciales, queda también unificada en una única libido corporal.
En definitiva, esta identificación “en espejo” por la que el bebé se ve a sí mismo en la mirada de sus padres marca el final del autoerotismo y la saludable entrada al narcisismo que, si queda bien constituido, favorecerá la conformación del cuerpo[3], del yo y de su realidad psíquica. Todos ellos, en cierto sentido, ilusiones o “espejismos” del sujeto.
2.4) Castración: el sujeto deseante
La imagen que los padres ofrecen al niño, en tanto que es una imagen concreta y no otra, supone un recorte para el bebé ya que, deja fuera otras muchas imágenes, es decir, otras posibilidades de ser o de satisfacerse. Entonces, la identificación imaginaria es también una renuncia a otros modos de gozar. En el mismo ofrecimiento de esa imagen, los padres, clásicamente se ha atribuido más esta función al padre, interponen un límite o al menos, una regulación al goce del sujeto, que de no ser así tendería a no tomar ninguna forma, quedaría indefinido, fragmentado en las distintas zonas erógenas que autoproporcionan alocadamente la satisfacción. Sin embargo, el reconocimiento en el espejo del Otro lo (de)limita como sujeto, quedando “sujetado” a la imagen que le refleja.
Si el encuentro del individuo con la palabra, sea como sea que nos refiramos a ella, lengua materna, Otro del lenguaje, código de significantes que nos precede y nos acoge en nuestra llegada al mundo, etc., suponía estructuralmente una pérdida, no es hasta la intervención del padre, poniendo nombre a dicha falla, que el sujeto puede reconocerla e incorporarla, intervención paterna que es simbólica, no en tanto individuo de carne y hueso sino por el orden o ley que lo representa y que opera a lo largo de múltiples experiencias durante los primeros años de vida que regulan o limitan ese goce. Así, la función paterna, insistimos, función simbólica, no necesariamente encarnada por el progenitor masculino sino por las experiencias que suponen un límite, facilita, junto al Ideal del yo, la identificación por la que el individuo se contempla en la imagen del otro como un sujeto diferenciado de la madre. Es ahora, diferenciándose de ella, que puede reconocerse y reconocerla, tomando conciencia de que, en la medida en que uno de los dos podría faltar, no existe la satisfacción plena, siempre estará la posibilidad del desencuentro o de la ausencia. La castración paterna ha puesto nombre a la falta, la propia y la del otro, y es ahora cuando, al notar que ambos son sujetos carentes, se puede pasar del goce, búsqueda permanente de la siempre accesible satisfacción, al deseo, la asunción de su imposibilidad. El niño intentará ahora reiteradamente ocupar un lugar exclusivo en relación a la madre, en el que pueda colmarse y colmarla totalmente. Una ilusión de completud en la que ambos se basten a sí mismos. La fantasía omnipotente de “ser todo para el otro”. Pero por primera vez, y para siempre, asumiendo que nunca se podrá materializar.
3) Sufrimiento psíquico y afrontamiento familiar de las pérdidas
3.1 – Cambio, pérdida y regresión
En el curso de nuestra vida atravesamos momentos de cambio que suponen una gran exigencia. Estos cambios ponen a prueba la capacidad de nuestro yo para afrontar las nuevas necesidades que aparecen en estas etapas. Recorrer ciertas etapas, como la adolescencia, la edad adulta, la senectud, etc., asumir determinadas responsabilidades, laborales, la crianza de los hijo, etc., o vivir la enfermedad o muerte de un ser querido, son circunstancias que, en la medida en que podamos resolverlas suficientemente, contribuirán a nuestra maduración. No obstante, casi siempre conllevan un exceso de estímulos que pueden desbordarnos y hacernos experimentar la pérdida de recursos para afrontarlas. Solemos sentirnos entonces desprotegidos y angustiados ante la posibilidad de revivir el desvalimiento del nacimiento y de los primeros años de vida (Freud, 1926).
Buscando una mayor seguridad para abordar estas pérdidas, nuestro psiquismo vuelve atrás: regresa a etapas anteriores para utilizar los recursos que en el pasado resultaron exitosos en situaciones comprometidas. Nos vemos pues obligados a afrontar estas vivencias con mecanismos más inmaduros. Podemos incluso retornar a etapas muy tempranas, en las que aún no se había constituido la dimensión especular que, en condiciones saludables, permite la delimitación entre el yo y el otro, el reconocimiento de necesidades diferentes en cada uno y la preocupación genuina por lo ajeno. En esta posición[4], la principal fuente de preocupación es la supervivencia. El individuo no discrimina entre lo interno y lo externo que aparecen entremezclados. En la medida en que falta la capacidad para identificar una vivencia como propia y bajo control, ésta se percibe como extraña y teñida de una cualidad amenazante. En este estado pueden aflorar las defensas más primitivas, como una intensa desconfianza, hipersensibilidad y sentimientos de rechazo, que eventualmente desencadenan rabia, hostilidad y comportamientos defensivos.
Si para la mayoría se trata de modos de funcionamiento excepcionales, en momentos muy concretos, las personas con sufrimiento mental grave resultan más frecuentemente invadidas por estos estados de regresión. Las reiteradas y dolorosas pérdidas que han sufrido a lo largo de su vida, para las que su psiquismo no estaba preparado, dejaron encendido el “modo de emergencia”, o al menos disminuyeron su umbral de activación, de forma que regresan a estos estados de supervivencia ante la mínima posibilidad de amenaza o de duelo. Gravemente dañados en sus sentimientos de seguridad, de autovaloración y en su capacidad para la autonomía, se protegen instalándose en una actitud narcisista[5]: evitan depender de nada ni de nadie sumiéndose en un modo autista de relación. Una postura de autoafirmación que impide el enriquecimiento mediante nuevas experiencias, personas o puntos de vista, puesto que su aceptación amenazaría gravemente la frágil estabilidad de su psiquismo.
3.2) Hijos antes que padres. Narcisismo familiar.
Con frecuencia, observamos en las familias con grave sufrimiento psíquico, que otros miembros, además del designado como paciente, adoptan posiciones rígidas de este tipo. Atrincheramientos narcisistas, a modo de refugios, que revelan las dificultades de la persona para solventar las pérdidas acontecidas en su propia historia. En la medida en que muchas de estas pérdidas permanecen irresueltas, algunos familiares no se encuentran en las mejores condiciones para acoger ni para cuidar emocionalmente a los miembros más inmaduros. Entrampados aún en las vicisitudes de su propia problemática, les resulta muy difícil atender las necesidades afectivas del niño, que crecerá “sin ser visto”, es decir, sin la potente experiencia de ser reconocido por sus principales referentes[6].
Esta falta de receptividad en el adulto, impide el uso de la intuición para comprender las necesidades propias del niño, quedando éste fagocitado por su familia. En lugar de crecer como un sujeto singular, cuya creatividad se despliega para construir recursos genuinos, se convierte en un sujeto sin lugar, que únicamente tiene disponibles los recursos de los padres, muy teñidos por su dañado narcisismo. No existe, por tanto, una adecuada distancia que permita a cada individuo desarrollar sus propias herramientas, generándose una gran dependencia del otro sin el cual no es posible sobrevivir.
No es infrecuente descubrir en la historia de los progenitores que, en determinados aspectos, continúan atrapados en las primeras identificaciones con sus padres. Sea por alienación a sus rígidas leyes o por la ausencia de una “legislación” que les guiase, no han podido constituirse como sujetos emocionalmente autónomos, y permanecen fijados a las palabras y al deseo de un Otro, bien ideal o bien perseguidor, cuyas exigencias no alcanzan a satisfacer. No habiendo tramitado suficientemente su propia fase imaginaria, la idealización inicial no se siguió de la desidentificación de los mandatos familiares, tampoco podrán favorecer en sus hijos el pasaje sano por estos procesos, ni estimularlos hacia un funcionamiento autónomo. Más aún, la desvalorización y la culpa que arrastran desde su infancia suelen reactivarse durante el gran requerimiento que les supone la crianza de sus hijos.
Estos aspectos menos desarrollados de los padres les hacen depender fuertemente de sus hijos. Necesitarán, a modo de protección, absorberlos y moldearlos a su semejanza para evitar que piensen y que se comporten de un modo diferente, lo que reavivaría sus dolorosas heridas infantiles. Escenifican sin saberlo una fantasía de completud en la que se niega la diferencia con el otro, considerando que todos los miembros son iguales y se bastan a sí mismos como familia. No existen deseos ni intereses fuera de allí que puedan cuestionar el ideal familiar. Quien exprese otras necesidades o modos de actuar pone en tal riesgo el equilibrio de la estructura que, inconscientemente, todo el sistema presiona para mantener una situación de no cambio.
3.3) Una crianza en pareja
La carencia emocional de estos padres, que no han podido aún resolver sus duelos, se manifiesta en su preocupación excesiva por las necesidades físicas del niño, alimentación, higiene, etc., y por los aspectos operativos de la crianza. Pueden ser muy cumplidores en estos cuidados prácticos, en detrimento de las necesidades emocionales que, haciéndoles sentirse más inseguros, pasan a un segundo plano.
Entre estos cuidados afectivos resulta fundamental, en determinados momentos, “dejarse usar” por el niño. Pero también, que experimente paulatinamente que él no lo es todo para la madre, a través de una disponibilidad moderada. La madre debe favorecer que se alternen experiencias de presencia y ausencia, de gratificación y de frustración, soportando la angustia de separación y las protestas del hijo. Sin embargo, estas madres se sienten altamente exigidas. Proceden de familias con grandes dosis de perfeccionsimo y rigor en las que, por la indiscriminación entre sus miembros, el sufrimiento ajeno se experimenta como propio. De modo que se sienten intensamente concernidas por la angustia del bebé, que tratan de taponar sin dejar resquicio. No pueden soportar la duda, siempre tienen una respuesta. Les cuesta acompañar a su hijo guardando cierta distancia, para que aprenda mediante experiencias de ensayo-error. Enganchadas a la gratificación narcisista de “ser para el otro”, boicotean sin darse cuenta los intentos de autonomía del niño, haciéndole sentir que con su existencia es suficiente.
No suele haber lugar en esta díada para la inclusión de un tercero que introduzca la diferencia y la duda. Alguien que, a través de atraer la mirada y el deseo de la madre, le haga desistir de esa posición soberana. Así que, con frecuencia, suele existir una rivalidad más o menos encubierta con el padre, que no ejerce con peso esta función de corte o desviación del deseo materno. Son padres que, desde el malestar que les genera el ostracismo al que están relegados, se mantienen periféricos o presentan actitudes omnipotentes pudiendo llegar a ser muy descalificadores. Se relacionan con sus hijos desde la verticalidad, sometiéndoles a tan altas exigencias que finalmente los abocan a sentirlos inalcanzables.
En este escenario ambos progenitores suelen vivir en una gran inestabilidad como pareja. No existe un “nosotros”. Les resulta muy difícil metabolizar las conductas inmaduras del hijo, que entienden como destructivas y peligrosas. Así, cuando la rabia del hijo se vuelca en uno de ellos no pueden tolerarla con calma, transmitiéndole que cuentan con el apoyo de su pareja y que ambos sobrevivirán. Por el contrario, asoma la amenaza de ruptura de toda la estructura familiar.
En definitiva, el trabajo clínico con los familiares y la atención a su historia de origen permite comprender por qué no han podido favorecer que el niño se identifique saludablemente con ellos, bien por problemas para ofrecer una imagen estable y coherente que aquel pueda imitar, o por exigir una rígida lealtad a dicha imagen que dificulta que el hijo pueda ir haciéndola suya, o quizá porque no pudieron limitar la ilusión de omnipotencia del bebé mediante experiencias que, paulatinamente, le hagan asumir la imposibilidad de ese ideal y aceptar sus carencias. De un modo u otro, en las familias con psicosis el espejo falló.
4) Consecuencias clínicas
4.1) La catástrofe psicótica
El fracaso de la función limitadora o castrante, que en el modelo familiar del siglo pasado solía atribuirse al padre, deja al sujeto atrapado en una relación de fusión con el deseo y las palabras de su madre[7]. Estos significantes, en ausencia de regulación paterna, se viven como locos y carentes de significado: el bebé no entiende las idas y venidas de su madre si no percibe algo o a alguien que impida a ésta estar siempre disponible para él. Así que, es vivida como caprichosa, experiencias de presencia-ausencia que no puede simbolizar. Tampoco dispone de otra versión para contrastar el código que la lengua materna impone, unívocamente, a las caóticas sensaciones de su organismo fragmentado.
Estas experiencias adquieren sentido sólo cuando se percibe un más allá de la madre: más allá de su carácter infalible, de la fusión indiscriminada al Otro, con el establecimiento de la diferencia y el contraste. En las familias con psicosis no existe función paterna que se introduzca como terceridad limitando la fusión entre el niño y la madre. Se quiebra así en el psicótico la posibilidad de un aparato psíquico propio, delimitado del mundo externo y capaz de establecer similitudes y diferencias. Además, queda vetado su acceso al Complejo de Edipo, ese escenario de los primeros años donde las vicisitudes entre el niño y sus padres determinarán cómo, de ahí en adelante, el pequeño tendrá que arreglárselas con su deseo.
En resumen, y siguiendo los términos con los que Lacan piensa el Edipo, en la psicosis no acontece la sustitución del significante Deseo de la Madre por el significante Nombre del Padre. La ausencia o forclusión de éste, construcción mítica que antes del desencadenamiento sólo podemos intuir por discretos signos clínicos, imposibilita dicha sustitución o Metáfora Paterna, equivalente de la freudiana castración, que resulta determinante para la fundación del aparato psíquico.
Las consecuencias para el sujeto de la forclusión del Nombre del Padre son devastadoras. En primer lugar, trastornos en el lenguaje: se tiende al uso literal del mismo siendo deficitaria la capacidad de abstracción y para entender el doble sentido de los términos. Eventualmente, algunas palabras o fórmulas pueden cobrar una significación neológica especial por su forma o por su contenido. La indiscriminación entre lo propio y lo ajeno dificulta que el individuo viva la palabra como un instrumento a su servicio, de modo que se siente “hablado” por lenguaje. Igualmente, determinados pensamientos o sensaciones corporales se revisten de una particular extrañeza, viviéndolos el sujeto de modo pasivo y automático. Así ocurre con la voz y la mirada, que pueden no percibirse como propias presentándose en forma de sonidos ajenos e impuestos, o como la sensación de ser visto. La angustiosa incertidumbre por carecer de un significado para estas experiencias puede hacer que el sujeto las atribuya a un Otro gozador que le espía y le persigue. Una certeza que, aun desagradable, permite cierto alivio de la angustia al encontrar un sentido. Finalmente, la ausencia de un deseo propio preside la vida del individuo, que tiende a evitar la toma de decisiones o las lleva a cabo por mera imitación imaginaria.
4.2) Desconocer para sobrevivir
Hasta aquí hemos descrito, apoyándonos en Freud y en Lacan, tanto el proceso de constitución del psiquismo normal, como sus fallidas consecuencias en las personas con psicosis. En términos del padre del psicoanálisis, esta maniobra de fijación de la mente opera mediante la admisión de experiencias placenteras y el intento de expulsión de aquellas displacenteras[8]. Esta operación dibujaría un “adentro y afuera” fundamental para reconocer las fronteras entre la realidad exterior y nuestro mundo interno.
En última instancia, aunque pequemos de reduccionistas, diríamos que nos constituimos como sujetos según el modo en que mantenemos alejadas de nuestra mente aquellas experiencias que nos generan sufrimiento. Maneras de desconocer determinadas partes de la realidad. Pero la realidad que más nos determina no es aquella que percibimos sensorialmente y que podemos evocar después mediante el recuerdo o, de ser demasiado dolorosa, desviarla al inconsciente, sino precisamente la que no hemos podido percibir ni dotar de significación. Los agujeros que nos atraviesan por habitar un mundo necesitado de palabras que nunca alcanzan para nombrar lo vivido. Tomamos prestadas estas palabras del Otro, del lenguaje al que nuestros padres han tenido acceso por la cadena generacional que les precede. Pero otras generaciones tampoco pudieron significar todas las experiencias, y precisamente aquellas irrepresentables a las que no pudieron poner palabras ni encontrar un sentido se convierten en duelos silentes que nos son transmitidos. Lo que heredamos entonces es nuestra condición de hablantes, la falta que adquirimos por la insuficiencia de los símbolos para comunicarnos. Estamos, pues, determinados por aquellos atolladeros de nuestros antepasados que, en tanto no han podido simbolizar, nos son transmitidos a través del linaje, y que reeditamos en forma de duelos con nuestras pérdidas o cambios vitales importantes. Estas marcas vertebran a las familias alrededor de los agujeros del narcisismo familiar.
No podemos afirmar que el psicótico, carente de la marca del significante paterno, desconozca los agujeros de su realidad. Puesto que “desconocer” implica la experiencia de “conocer” para establecer esa oposición. Además, se necesita de alguien o de algo que desconozca, que ignore la presencia, aunque sólo sea un esbozo, de un yo agente del desconocimiento. Por tanto, la persona con psicosis no puede tener noticia de las oscuridades de su mente mediante los registros “conocer-desconocer” o “saber-no saber”, ya que estos implican una capacidad de representar que aún no se ha fundado. Sólo puede entonces dar cuenta de ellos mediante su presentación “en bruto”, gracias a lo único que mantiene intacto, su cuerpo. Se trata de su cuerpo real, en el sentido más orgánico, de su organismo, a diferencia del cuerpo como imagen o representación que requiere la intervención del Otro del lenguaje. En la medida en que este cuerpo está conectado con el mundo a través de los sentidos, el modo en que se presenta el vacío en el psicótico es envolviéndose en sensorialidad, mediante las experiencias alucinatorias.
4.3) La escena neurótica
La inscripción del significante paterno dibuja un escenario radicalmente opuesto. Los conflictos de la vida, que hemos denominado cambios o pérdidas, nos confrontan con los bordes de esos agujeros de nuestra existencia. Sin embargo, contar con la vivencia del límite al goce pulsional permite reconocerlos y procurar no acercarse a ellos. Intentaremos pues desconocer aquello que, de hacerse consciente, nos provocaría un sufrimiento insoportable. En las personas más sanas, con estructura neurótica, se trata de la represión, un “mirar hacia otro lado” que no consigue del todo olvidarse de las vivencias traumáticas, pero dirige la consciencia hacia otras que, aunque también dolorosas, sean más llevaderas. Por ejemplo, la consciencia se desvía hacia una parte del cuerpo, en realidad a la representación que tenemos de esa zona, que queda funcionalmente afectada en los sujetos histéricos. O bien hacia otras representaciones o ideas en las que el paciente obsesivo no puede dejar de pensar. Igualmente, la vivencia traumática puede disfrazarse de una persona, animal, lugar o actividad que el individuo trata de evitar a toda costa en el caso de la fobia. En términos lacanianos, nuestro aparato psíquico, simbólico-imaginario, puede conectar las experiencias dolorosas a otras y darles un sentido, encadenar significantes. Incluirlas en un discurso de palabras e imágenes que, aun siendo una ficción construida por nuestro yo, amortigua el dolor que causaría la vivencia aislada, suelta, sin posibilidad de significarla, real.
4.4) En los límites de la mente
Aunque el significante Nombre del Padre se haya inscrito y haya operado la Metáfora Paterna, favoreciendo un pasaje adecuado por el estadio del espejo, es posible que las dificultades del bebé con su entorno en etapas posteriores provoquen una vacilación de su función. En el mejor de los casos, los padres han podido ejercer unos soportes simbólicos mínimos que hacen valer la inscripción de aquel significante, y se ha conseguido una estabilidad del yo, una corporalidad imaginaria y un acceso al lenguaje suficientes para excluir la posibilidad de una estructura psicótica. El sujeto cuenta con la garantía de haber accedido a las vicisitudes del Edipo. No obstante, los escollos durante esta fase pueden provocar su atravesamiento fallido trastocándose el resto del proceso de simbolización. Es decir, una pérdida de la capacidad mental para dar alojo a ciertas experiencias que, al repetirse, suponen microtraumatismos que se acumulan. El sujeto puede ir sobreviviendo a estas dificultades durante años mediante determinadas suplencias. Si bien queda en un equilibro inestable, siempre a merced de que el monto de microtraumas o la intensidad de determinados imprevistos cuestionen estos mecanismos compensadores, instituyéndose un verdadero traumatismo desorganizador (Bergeret, 1960). Entonces, perdidos los puntos de apoyo de la estructura, ocurren regresiones que, aunque menos permanentes e intensas y con una cualidad diferente, recuerdan a algunas de las vividas por el psicótico: difusión de identidad, alteraciones en la vivencia del yo, tendencias paranoides, anomalías en el cuerpo, etc. Aunque de lejos, asoma la amenaza catastrófica de quiebra psíquica.
4.5) Una realidad desmentida
En estas personas la manera de desconocer el sufrimiento es más drástica[9]. A diferencia del paciente psicótico, cuya primera noticia de lo traumático le llega en el registro de la percepción, aquellos sí disponen de la capacidad para representarlo en su mente, pero no tienen la “habilidad” del neurótico para esconder las representaciones dolorosas en zonas oscuras, inconscientes, mirando hacia otras más soportables. Así, aunque una parte de su mente toma nota de ellas, para otra es como si no existieran. Este mecanismo resulta diferente al de “mirar hacia otro lado”, pues el neurótico “sabe” que está mirando hacia otro lado, sabe que hay ciertos lugares que le asustan, aunque no sepa bien que hay en ellos; pero con relativa facilidad puede mirar hacia allí, descubrir su contenido y tolerarlo, cuando la experiencia traumática se pone en palabras que le dotan de un sentido (ese sería el objetivo del tratamiento). Sin embargo, en la desmentida hay una radical separación del aparato psíquico en dos partes: una parte que se entera de lo traumático, que visualiza el límite, el abismo; y otra que no lo ve, que está ciega, que padece una verdadera agnosia del trauma. El sujeto puede mirar en esa dirección, pero no ve nada.
Esta fuerte división del yo —para la que muchos retoman el término freudiano de escisión[10]— convierte la vida del individuo en una existencia inauténtica. Viven en una continua desmentida de la realidad, que les aboca a un funcionamiento “como si” al que Winnicott (1960) se ha referido como falso self. La mayor parte de su vida psíquica se rige por una negación de sus límites y dificultades, que están como recortados de sí y son imposibles de registrar. Únicamente pueden tener noticias de esas partes identificándolas en otros, que se convierten en depósitos de todo lo malo. Sólo una mínima parte, su parte más neurótica, aquella que da cuenta de que el significante paterno se inscribió y que se encuentra dentro del escenario edípico, tiene la madurez suficiente para vérselas con los sentimientos de culpa y vergüenza originados por sus miedos. Es por ello que, en el mejor de los casos, pueden también disfrazarlos de conversiones, obsesiones y fobias. No obstante, el soporte edípico está presente, pero es resbaladizo, y con gran facilidad estos mecanismos se ven superados y el sujeto queda abocado a las consecuencias de la escisión.
4.6) De la persona al personaje
Nos hemos referido al ambiente familiar en el sufrimiento psíquico grave como un escenario de interdependencia. Hijos dependiendo de sus padres, padres dependiendo de sus hijos. Se mantiene así una simbiosis, enfermiza y enfermante, que impide el desarrollo de un sí-mismo verdadero. No hay una diferenciación sana entre el yo y los otros: el otro no existe. Los sentimientos, pensamientos, palabras y actos de unos son el eco y el reflejo de los otros. Una atmósfera de indiscriminación que advertimos, por ejemplo, en el contagio emocional entre los miembros de una familia en situaciones de crisis. O, en los casos más graves, cuando en uno de ellos las palabras y pensamientos propios son percibidos como voces o vivencias de control que atribuyen al exterior.
En este contexto, la persona recurre a cuantos recursos sean necesarios para sufrir lo menos posible y evitar el desmantelamiento de su mente. Van a ser clave, para su supervivencia psíquica, las estrategias con las que ir supliendo el debilitamiento de la Metáfora Paterna, cuyas consecuencias dibujan este contexto de fusión donde los espacios aparecen mezclados, los roles familiares confundidos y pervertido el sentido emocional de los vínculos. Estos mecanismos defensivos se erigen en verdaderos salvavidas que mantienen a la persona alejada del naufragio psicótico.
Uno de los principales será construir un personaje. Se trata de armar una fachada inauténtica que permita al sujeto adaptarse a las expectativas de su familia y no cuestionarlas, para evitar ser responsable del dolor y del miedo que generaría en el resto la amenaza de ruptura. La construcción de este personaje suele llevarse a cabo con los rudimentarios recursos prestados por los padres, y consiste en interpretar el guión escrito por ellos durante tantos años de intensas emociones soportadas, pero escasamente elaboradas, en sus dolorosas vidas. Por ejemplo, negar las dificultades propias, que quedan escindidas de sí e identificadas en otros, resguardándose el sujeto en una posición omnipotente en la que vive externalizando sus emociones desagradables y eludiendo su cuota de responsabilidad en la vida. La hipertrofia de este mecanismo de escisión —habitual en menor dosis en todas las personas— acarrea consecuencias catastróficas. La actitud omnipotente puede, en casos extremos, tomar la forma de comportamientos maníacos. O bien la proyección indiscriminada puede encarnarse en la figura de un perseguidor, real o imaginario, que se convierte en el depositario paranoide de las vivencias insoportables para el sujeto. Y ni siquiera estas potentes defensas garantizan que cualquier decepción no retorne inesperadamente esas partes, depositadas en otros, invadiendo la totalidad de la persona y sumiéndola en profundos estados melancólicos. Manía, depresión, alucinaciones, delirios, etc., intentos sintomáticos del sujeto por abandonar la “jaula de oro” que supone el personaje: una aparente tranquilidad al precio de colocarse una máscara, en realidad ajena, que convierte en inauténtica su existencia.
5) El tratamiento en contextos grupales
5.1) Metapsicología de lo grupal
Conocemos desde Freud (1921) que un agrupamiento de individuos se constituye como grupo, fundamentalmente, mediante la identificación entre ellos en base a la misma relación que todos mantienen con el líder. Cada individuo se reconoce en la imagen de su compañero, en tanto ambos, especularmente, tratan de encarnar de la mejor forma posible dicha imagen que permanece idealizada por provenir de un lugar simbólico, sea éste ocupado por una persona, por una actividad o por un conjunto de ideas o creencias. Es en este interjuego imaginario que acontece la situación grupal o, podríamos decir, que el grupo “toma cuerpo”. No resulta difícil, pues, reconocer en la constitución del grupo un paralelismo con la del psiquismo del sujeto. Ésta, según apuntábamos, sucede en la medida en que el bebé se reconoce en la imagen que el Otro, desde un lugar ideal, le ofrece para apropiarse de ella. Se inauguran así su yo, su imagen corporal y su realidad psíquica, aspectos que empieza a considerar como propios en la medida en que va diferenciándolos de los de sus semejantes[11].
Así pues, el grupo ubica al individuo, y más aún al paciente grave por estar detenido en fases muy tempranas del desarrollo psicoemocional, en un lugar infantil, regresivo, donde reaparecen las angustias más arcaicas: las ligadas al desvalimiento, a la fragmentación autoerótica y a un goce pulsional sin regular. Entendemos ahora por qué, en el campo psicoanalítico, el trabajo con grupos se inició de la mano de otras dos prácticas: el análisis de niños y el de pacientes graves. Los tres escenarios nos conminan al trabajo con un funcionamiento psíquico inmaduro y supusieron la afortunada extensión del psicoanálisis más allá del clásico encuadre freudiano, con pacientes adultos, atendidos individualmente y en su mayoría con afecciones leves. La evolución teórica de Freud[12] y los desarrollos posteriores de sus discípulos, especialmente la obra de Melanie Klein, supusieron un caldo de cultivo para que, tras la Segunda Guerra Mundial, las nuevas prácticas grupales se pensaran equiparando grupo y psique. Bien por identificar, en los funcionamientos grupal y social, mecanismos similares a los de la mente humana aún por madurar, véase a los llamados analistas del grupo versus aquellos que analizaban al individuo en el grupo (Gómez, 2008)—, o por reconocer en la estructura y en el funcionamiento del psiquismo organizadores inconscientes grupales, como han apuntado, más recientemente, los desarrollos de Kaës (1995) sobre la grupalidad psíquica—.
Al igual que el niño no configura su yo hasta mucho después del nacimiento, la identidad grupal no se da únicamente por la reunión de sus componentes, sino que durante tiempo el grupo permanecerá sin subjetivar, como un no-Sujeto. En un primer momento, portará las marcas simbólicas de ese Otro primordial constituido por sus fundadores, que lo introducen en la trama simbólica de las palabras y deseos que han circulado por la historia institucional. El grupo permanece, en esta fase, fragmentado y sin regular, un grupo-cuerpo compuesto por individuos-órganos reunidos en el mismo lugar, pero que funcionan por separado y no se ven entre sí, buscando básicamente su autista satisfacción hasta que, en el devenir de las sesiones, se introduzca un recorte a ese goce desregulado que permita iniciar el juego de espejos en el que pueda constituirse, diferenciándose de otros agrupamientos, su identidad grupal. Eso sí, bajo ciertas leyes que, por limitar su satisfacción pulsional, lo marcan como deseante, privado para siempre de la plena satisfacción.
5.2) Cambiando el paradigma tradicional
En nuestra opinión, los contextos grupales de convivencia constituyen el dispositivo idóneo para abordar, de la forma más completa e integral posible, el padecimiento mental grave. En nuestro caso, el hospital de día, entendido como una comunidad terapéutica, establece una compleja red de relaciones entre pacientes, familias y equipo profesional. Pensar todos juntos en esta trama relacional diaria, a propósito de la tarea propuesta en los diversos espacios, nos resulta de gran valor.
Por lo general, estamos acostumbrados al modelo estándar de tratamiento: la consulta médica individual, con un tiempo de atención y una periodicidad que a todos nos resulta insuficiente, lo que predispone a que frecuentemente las decisiones se orienten hacia el tratamiento farmacológico. Con suerte, el paciente ha recibido alguna terapia psicológica individual o, en el mejor de los casos, ha participado en grupos terapéuticos ambulatorios. Son escasos quienes han podido pensarse en relación a otros en tratamientos intensivos y grupales como el ofertado en el hospital de día. Este caso, si bien aporta un trabajo previo de introspección y disminuye la incertidumbre sobre lo que va a encontrar el paciente, añade algunas dificultades. Por ejemplo, haber completado un tratamiento similar sin que haya resultado suficiente puede provocar cierto pesimismo. O bien genera la expectativa de que el proceso a iniciar es la “última oportunidad”, demandándonos la persona que obremos poco menos que un milagro.
Por otro lado, la realidad sanitaria actual, tanto en el ámbito público como en el privado, interpone ciertos límites, como la necesidad de atenernos a determinados parámetros para una gestión eficiente, número de personas atendidas, tiempos de estancia, etc. Nos facilitará la tarea que éstos se puedan flexibilizar para trabajar con los tiempos internos de cada persona. Los tiempos externos prefijados y, en general, los modos que uniformizan en exceso nos aportan tranquilidad pero difuminan la singularidad del sujeto, que proviene de ambientes donde, precisamente, no ha sentido un reconocimiento suficiente de su subjetividad. Es por ello que, dentro de unas directrices bien delimitadas que sostengan y aporten seguridad, el aferramiento rígido al encuadre puede suponer una experiencia retraumatizante y antiterapéutica. Debiéramos poder ofrecer a las personas que atendemos, lejos de exigirles una adaptación inmediata a nuestro método, un continente que les permita ser ellos mismos y nos permita ver cómo son. Pero a menudo la línea divisoria entre ambos escenarios, rigidez vs laxitud, es poco clara y varía en función de las necesidades de la institución, del recorrido del equipo y de las características personales de cada terapeuta. Se hace necesario, en primer lugar, que la institución conceda importancia a la mencionada flexibilidad en muchos momentos del proceso. También, un estrecho trabajo de comunicación entre los profesionales para realizar devoluciones al paciente que, más que acertadas o erróneas, hayan sido consensuadas y resulten coherentes con el momento y la filosofía de trabajo del equipo. Finalmente, resulta esencial transmitir estas decisiones honestamente, asumiendo que podremos revisarlas o modificarlas si estuviéramos equivocados. Hemos de procurar no ocupar el lugar del saber absoluto y facilitar que los pacientes puedan aprender a errar viéndonos rectificar nuestros propios errores.
5.3) El proceso terapéutico: un camino grupal de paciencia y coherente flexibilidad
Nos resulta de gran utilidad, para abordar la historia de cada persona, la idea de proceso terapéutico, en oposición a la de “caso clínico”, que consagra el trabajo a corregir los síntomas en lugar de comprenderlos en su contexto biográfico, familiar e interpersonal. Esta concepción legitima los frecuentes “pasos adelante y atrás” del tratamiento, es decir, nos provee de paciencia para afrontar las regresiones y, considerándolas parte inevitable del camino, nos ayuda a no quedar atrapados en la desesperanza, más bien al contrario, a enfocar la mirada en las capacidades saludables de la persona, su virtualidad sana (García Badaracco, 2006), lo cual le ayudará a ir cambiando su percepción de la crisis: de la vivencia catastrófica a la oportunidad que entraña. Favoreceremos además que el sujeto pueda identificar mejor sus fortalezas, muy difíciles de percibir en estos momentos.
La función terapéutica del hospital de día depende de que se instaure una atmósfera de acogida fundamentalmente grupal. Sin olvidar que esa meta se alcanza a través del vínculo individual con cada miembro de la comunidad, especialmente al inicio con el equipo profesional. Es algo similar a la crianza, en la que unos primeros “otros”, con su deseo, alojan en su mente al infante y le dotan de un escenario identificatorio en el que se constituye como sujeto; para que después, portando esas marcas, adquiera la seguridad y confianza suficientes que le permitan abrirse al resto. Las entrevistas familiares y el grupo multifamiliar terminan de conformar un tratamiento multiencuadre que amplía exponencialmente las posibilidades de trabajo respecto al abordaje clásico individual.
Resulta fundamental una adecuada integración de los recursos del dispositivo. Dotar de coherencia a los diferentes espacios que constituyen el puzle de actividades grupales. Desde pensar la finalidad de cada actividad (reflexiva, educativa, ocupacional, lúdica…) y sus diferentes encuadres, hasta cómo están dispuestas a lo largo de la jornada. La reflexión junto a los pacientes en espacios comunitarios, haciendo valer sus propuestas, así como el cuidado de los intercambios “de pasillo” entre terapias, proporcionan un clima de diálogo que nos parece importante instituir. Los diferentes espacios terapéuticos resultan entonces un medio para que las vivencias transgeneracionales sepultadas, valga decir, fantasmas familiares escindidos o forcluidos del campo representacional, puedan depositarse transferencialmente en el escenario grupal. Quedarán a la espera de ser tramitadas de un modo distinto a la desmentida y sus consecuencias, psicotización, pasajes al acto, etc., dándoles cabida en su psiquismo mediante el inicio de su simbolización.
En las mejores condiciones, las actividades estarán organizadas para que el acercamiento al dispositivo y su salida del mismo se produzcan de forma gradual. Así, la persona podrá tolerar las intensas emociones vividas en estas fases, que habitualmente conllevan regresiones y reactivaciones sintomáticas. En determinados casos, como en los denominados trastornos de personalidad, que la persona se adapte dócilmente al encuadre y que el tratamiento se inicie sin disturbios resulta una utopía. Más pronto que tarde, aparecen dificultades que los pacientes suelen justificar por las peculiaridades de su caso, no comparable al de otros compañeros. Sostienen la esperanza de que los aceptemos tal y como son, haciendo con ellos una excepción a muchas de nuestras recomendaciones. Éstas, por tiempo que lleven instituidas o por razonables que parezcan, son vividas como imposiciones que restringen su libertad y evidencian nuestro rechazo. Según el bagaje y filosofía del centro, puede ayudar un período de evaluación del paciente y su familia para aportarles con detenimiento los pilares básicos del modelo de trabajo. También, la incorporación paulatina al tratamiento, integrándolos en determinadas actividades y posponiendo su entrada en otras. En cualquier caso, siempre ayuda un comienzo de tratamiento flexible, adaptado a las necesidades del paciente y en el que ir explorando su capacidad para vincularse; a la vez que él también examinará el tipo de tarea a realizar y, sobre todo, junto a quienes la compartirá.
A lo largo del proceso, algunos de estos empeoramientos surgen por el miedo a la mejoría, en tanto que tambalea la homeostasis familiar a la que se llegó después de años asumiendo roles enfermantes que, aunque generadores de sufrimiento, han supuesto un sostén para el precario narcisismo del grupo familiar. Por ello, al igual que una entrada adaptada a los tiempos del paciente, su proceso de alta es un momento de especial fragilidad, que será mejor tolerado si se realiza progresivamente y ofreciéndole espacios de continuidad una vez que se produzca.
En definitiva, resulta fundamental, aunque nada sencillo, mostrar una actitud sensible y muy receptiva al momento de la persona en cada etapa del proceso, tarea condicionada en gran medida por lo trabajado “terapéuticamente” que esté el equipo.
5.4) Ser también pacientes
En este contexto de intensa convivencia, los pacientes y el equipo terapéutico forman un sistema articulado en cuyo engranaje los movimientos de uno tienen su inevitable repercusión en el otro. El juego de identificaciones y proyecciones al que irremediablemente se ve concernido el profesional se convierte, por tanto, en un terreno clave a explorar. Si gran parte de la función terapéutica del hospital de día depende de la diversidad y coherencia de sus actividades, la jornada de los profesionales está igualmente repartida en espacios grupales, a lo largo de la semana, con diferentes objetivos. Por supuesto, espacios clínicos: algunos de atención directa individual, grupal, familiar, etc. y otros, tan importantes o más, de reflexión sobre lo ocurrido en los anteriores. También, espacios organizativos de revisión y evaluación continua sobre nuestra tarea. Asimismo, independientemente del conocimiento de cada miembro del equipo, distinto según su rol profesional, implementar espacios de formación conjunta nos ha proporcionado una gran ayuda a la hora de ir perfilando un modelo compartido sobre la génesis y el tratamiento de las dificultades que atendemos. Pero especial atención nos merecen los espacios de “cuidado a quienes cuidamos”. Básicamente, las supervisiones con profesionales externos y las reuniones semanales específicamente dedicadas a reflexionar sobre el momento del equipo y la situación personal y profesional de sus integrantes.
El ensamblaje de todo lo anterior resulta obviamente facilitado por la estabilidad del equipo, que además ayuda a crear un ambiente previsible y confiable para el paciente. Dada su problemática, no suele estar muy dispuesto a cambios innecesarios en sus figuras de referencia que reactiven las pérdidas atravesadas en su vida. Inevitablemente algunas se producen, como los microduelos que sobrevienen en los períodos vacacionales de los terapeutas; o las incorporaciones y marchas del personal en formación que suele rotar por el centro. Su paso, en condiciones ideales, es más satisfactorio mientras mayor sea el período de vinculación. La presencia de personas en aprendizaje aporta una mirada que, si bien exenta de la experiencia, está liberada de los vicios o puntos ciegos que el equipo haya adquirido en su recorrido profesional. En este sentido, los estudiantes y el personal en prácticas ayudan a evitar la cronificación y el funcionamiento estereotipado, tendencias defensivas casi inherentes a las intensas emociones que comporta nuestra tarea.
Otro elemento para reflexionar sobre el trabajo que realizamos es la filmación de las terapias. Además de un instrumento formativo e investigador de incalculable valor, puede constituir una potente herramienta de trabajo con el paciente, facilitándole un segundo tiempo en el que, fuera del caos emocional vivido en la escena “in situ”, refuerce su capacidad de autobservación, que sería deseable en el mayor grado posible en todo proceso psicoterapéutico.
5.5) El grupo de psicoterapia
En los contextos de convivencia terapéutica la mayor parte de actividades se desarrollan en grupo. Si bien, por las características de su tarea, el grupo de psicoterapia adquiere un valor particular. Se trata de un espacio transicional en el que la persona alivia su soledad y trabaja los peligros de su mundo interno, sin el riesgo de exponerlos sin filtro en la realidad exterior. Intentamos que se pueda hablar con libertad, ofreciendo una garantía de escucha atenta y tratando de no convertirlo en mera pedagogía. Supone un contexto de seguridad, de comprensión y de no retaliación, necesario para que la persona pueda abrirse a relatar experiencias muy dolorosas.
La situación grupal conlleva un desdoblamiento al que el equipo coordinador debe estar muy atento. Se entrecruzan allí una dimensión horizontal, representada por la interacción “real” de sus integrantes, y además, verticalmente, cada sujeto transfiere al grupo la novela y los personajes más significativos de su pasado. Estos vínculos internalizados buscan figuras del presente en los que depositar la angustia que originalmente no pudo ser representada. Dicho de otro modo, el individuo actuará su fantasma escenificando el guión simbólico que lo determina en diferentes escenarios imaginarios, buscando los significantes que, faltándole en su decir, sorteen los vacíos que lo atraviesan. Esta depositación transferencial, tan precoz y masiva en el paciente grave, con frecuencia dinamita los tratamientos individuales, pero es mejor amortiguada en grupo, ya que se dispersa en distintas figuras que ofrecen más oportunidades de simbolización.
En cuanto el grupo echa a andar se despliega una red imaginaria de identificaciones y proyecciones en la que los pacientes deben, poco a poco, conectarse con lo que va apareciendo de su propia historia; reconocerse y tolerar las escenas de su grupo interno en un clima de seguridad, no de sospecha ni de persecución. Es de gran ayuda que evitemos las interpretaciones que puedan sentir como distantes y enjuiciadoras a favor de actitudes interrogativas con las que pensar juntos. Desde la cercanía compasiva, ofrecernos como testigos que legitiman su sufrimiento y, puntuando algunas partes de su decir, sugerirles algunas preguntas. Se trata más bien de una actitud de acompañamiento que de imponer nuestras conclusiones. De no ser así, corremos el peligro de que nuestras palabras caigan en saco roto, o que desvelen aspectos de la persona que, por no tener suficientemente elaborados, le resulten inmanejables.
Algunos pacientes tienden a repetir la rivalidad hacia sus padres con aquel a quien atribuyen el liderazgo del grupo, con frecuencia los coterapeutas. A veces, percibimos comportamientos crueles en su modo de relacionarse. Nos llevan al límite generando en nosotros sentimientos muy intensos, difíciles de tolerar y de manejar de forma no rechazante. Es importante pensarlos como emociones que ellos han vivido en repetidas oportunidades durante su infancia y que, al no haberlas tramitado en todos estos años, han generado un intenso sufrimiento que ahora nos inoculan como petición de ayuda, con la esperanza de que hagamos algo diferente a lo que no supieron o no pudieron hacer sus figuras de referencia. Cuando el paciente percibe que no nos destruye empieza a vislumbrar que existen soluciones, que se puede hacer algo con él. Debemos, por tanto, poder recibir esta violencia, soportarla, siendo receptores tranquilos de su sufrimiento, intentando mantenernos en una posición reflexiva y no dirigiendo nuestra atención al “mal” que vierten fuera sino al daño que llevan dentro. Muchas de estas escenas ocultan, detrás de las actitudes agresivas, una reclamación de amor a la desesperada. Esto no está reñido con que podamos establecer límites claros e incluso enfadarnos, pero desde la preocupación, dejando claro que no retiramos el afecto, lo que resulta una imborrable experiencia de cuidado. El enojo del momento no suele impedir que días más tarde, con sus emociones más atemperadas, la persona, lo comunique o no, se formule estas reflexiones y valore como protectora nuestra actuación.
5.6) Familiarizándonos
El mundo interno de las personas con padecimiento mental grave es una estructura que se bambolea a merced de impulsos y deseos desordenados y caóticos, sin un yo fuerte que los pueda filtrar. A falta de una instancia reguladora propia, puesto que su débil yo es un “yo ideal” al servicio de los otros, la regulación proviene de los mandatos y normas de sus padres. Pero, en tanto éstos están marcados por ese “nunca lo conseguí” de su propia historia, fijan a su hijo, sin reparar en ello, en una posición de imposibilidad, en un “nunca lo conseguirá”. Inconscientemente, instauran en su mente un juez severo y culpabilizador que, aunque perjudicial, constituye el clavo ardiendo al que la persona se agarra para no quedar a merced de su caos interno.
El trabajo con el paciente y su familia debe ir restando fuerza a estos personajes internos que terminan por instaurar en su mente un verdadero objeto enloquecedor (García Badaracco, 1990). Ir creando escenarios para liberar al pequeño, pero auténtico, yo de la persona, de las identificaciones que lo asfixian. Del mismo modo, se hace necesario librar a los padres de la atadura que supone encarnar un superyó tan rígido. Escucharlos, comprendiendo que actúan protegiéndose frente a sus viejas heridas. En definitiva, intentaremos que unos y otros puedan mostrar sus partes más auténticas, pudiendo hablar de los intensos sentimientos que los han habitado a lo largo de la historia familiar. Su reconstrucción conjunta se convierte en un objetivo fundamental, ya que en la mayoría de tratamientos no les han habilitado espacios para analizar estas emociones, tan bloqueadas desde hace años. Cuantos más miembros de la familia se incluyan durante el proceso, se produce un mayor enriquecimiento. Trataremos de escuchar todas las voces posibles para desmontar las imágenes del otro, habitualmente prejuiciosas y dañadas, que cada miembro lleva dentro. En definitiva, que en la experiencia familiar se vaya abandonando la repetición compulsiva y surja algo distinto.
El grupo multifamiliar supone un escenario privilegiado para trabajar estos aspectos. Favorece la expresión de emociones muy intensas como el miedo, la soledad, la vergüenza o la culpa, que inmovilizan a la persona, ahora con la posibilidad, al expresarlas, de crecer y desarrollarse. En los diálogos que se establecen entre las familias, la escucha del otro permite una identificación con su sufrimiento, lo que supone un gran alivio. Por un lado, los familiares pueden comprender los síntomas como la única manera que tiene la persona de comunicar su padecimiento. Paralelamente, los designados como pacientes pueden entender desde qué posición, igualmente desesperada, se maneja su familia. Unos y otros pueden mirarse de un modo distinto en el gran espejo identificatorio de las otras historias y personas, aparentemente diferentes, pero de las que pronto advertirán que comparten muchas de sus dificultades. Además, dado el número y heterogeneidad de los participantes, el grupo ofrece tantos puntos de vista que se convierte en un gran estímulo para la reflexión y el pensamiento complejo, ampliando la mirada de sus integrantes.
El papel del equipo en el grupo queda relegado a un segundo plano. Se limita a favorecer el diálogo y contribuir a generar un clima de escucha, seguridad y confianza en el que la personas no se sientan culpabilizadas, respetando a ultranza el modo, único y singular, en que van relatando su experiencia. Nuestras intervenciones no suelen profundizar más allá de traducir los intensos sentimientos allí volcados en términos de una petición de ayuda. Resulta importante, por tanto, no resguardarnos tras el rol del saber y acercarnos con un interés genuino por establecer un verdadero acompañamiento. Un encuentro auténtico entre personas en el que no se sientan cosificados o, aún peor, invisibles, lo que repetiría su traumática experiencia infantil. Más bien, mediante la preocupación sincera de un ser humano que, sin abandonar el lugar de ayuda que le corresponde, pueda verles y dejarse ver, pues, no exento de equivocarse, el profesional arrastra sufrimientos similares en su propia historia. Este acompañamiento “desde dentro” restaura la mirada narcisizante que les faltó durante su infancia, y presta un modelo para que su entorno pueda ir haciéndola suya.
En conclusión, si en estas familias la trama de interdependencias las condenaba a una repetición mortífera y no les permitía pensar, la atmósfera cálida y reconfortante del grupo multifamiliar promueve un aprendizaje nuevo a través de la vivencia emocional. Desembarazarse de tan pesados sentimientos y reconocerse en la vivencia del otro mediante su escucha cómplice, facilita que las familias resuelvan sus duelos y desbloqueen su capacidad para pensar, construyendo una nueva versión de sí mismas.
Referencias bibliográficas
Bergeret, J. (1960), “Las a-estructuraciones”, en La personalidad normal y patológica, Barcelona, Gedisa, 2005, pp. 185-186.
Dejours, C. (2009), “La tercera tópica”, Alter. Revista de Psicoanálisis, núm. 4, pp. 1-26, www.revista-alter.bthemattic.com/files/2015/06/2_La-tercera-t%C3%B3pica_ALTER.pdf
Freud, S. (1905), Tres ensayos de teoria sexual, en Obras completas, 7, Buenos Aires, Amorrortu, 1978, pp. 164-165.
Freud, S. (1921), Psicología de las masas y análisis del yo, en Obras completas, 19, Buenos Aires, Amorrortu, 1984, pp. 109-110.
Freud, S. (1923), El yo y el ello, en Obras completas, 19, Buenos Aires, Amorrortu, 1984, pp. 27-29.
Freud, S. (1926), Inhibición, síntoma y angustia, en Obras completas, 20, Buenos Aires, Amorrortu, 1986, pp. 71-164.
García Badaracco, J.E. (1990), Comunidad terapéutica psicoanalítica de estructura multifamiliar, Madrid, Tecnipublicaciones.
García Badaracco, J.E. (2006), El Psicoanálisis Multifamiliar: cómo curar desde la «virtualidad sana», Manuscrito no publicado.
García de la Hoz, A. (1995), “Sobre la Verneinung, la Verleugnung y la Verwerfung y su relación con la Verdrängung en la obra de Freud”, Clínica y Análisis Grupal, vol. 17, núm. 70, pp. 377-387.
Gómez R. (2008), “Concepción operativa de grupo y psicoterapia grupal psicoanalítica operativa”, Área 3. Cuadernos de Temas Grupales e Institucionales, núm. especial 2, www.area3.org.es/sp/item/175/R.%20G%C3%B3mez:%20Concepci%C3%B3n%20Operativa%20de%20Grupo%20y%20Psicoterapia%20Grupal%20Psicoanal%C3%ADtica%20Operativa
Kaës, R. (1995), El grupo y el sujeto del grupo. Elementos para una teoría psicoanalítica del grupo, Buenos Aires, Amorrortu.
Lacan, J. (1957-58), El Seminario, Libro 5, Las formaciones del inconsciente, Buenos Aires, Paidós, 1999.
Lacan, J. (1958), “La dirección de la cura y los principios de su poder”, en Escritos 2, Madrid, Biblioteca Nueva, 2013, p. 589.
Laplanche, J. y J.B. Pontalis (2004), Diccionario de psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós.
Sales, L. (2009), “Verwerfung und Verleugnung, o el más allá de la represión en Freud”, Intercanvis: Papers de psicoanàlisi, núm. 22, pp. 19-39, www.intercanvis.es/articulos/22/art_n022_03R.html
Sales, L. (2010), “ La Verleugnung y su relación con el saber. Un estudio sobre el concepto de desconocimiento”, Intercanvis: Papers de psicoanàlisi, núm. 24, pp. 35-51, www.intercanvis.es/articulos/24/art_n024_04R.html
Schejtman, F. (2014), “De «La negación» al Seminario 3”, en Elaboraciones lacanianas sobre la psicosis, comp. de F. Schejtman, Olivos, Grama, pp. 11-36.
Schejtman, F. (2015), “Una introducción a los tres registros”, en Psicopatología clínica y ética: de la psiquiatría al psicoanálisis, comp. de F. Schejtman, Olivos, Grama, pp. 385-447.
Winnicott, D.W. (1960), “Deformación del ego en términos de un ser verdadero y falso”, en El proceso de maduración en el niño, Barcelona, Laia, 1981, pp. 169-184.
Resumen
El tratamiento de personas con dificultades graves de salud mental resulta extremadamente complejo y requiere la integración de diversos profesionales y recursos terapéuticos. Una visión amplia de estas patologías, desde diferentes enfoques teóricos, enriquece su comprensión y facilita la atención psicoterapéutica que, más allá del clásico formato individual, va a precisar de otros encuadres y del trabajo con el entorno de la persona afectada. Desde un punto de vista psicoanalítico, apoyado especialmente en conceptos de Sigmund Freud y Jacques Lacan, este trabajo repasa, en forma resumida, los procesos de constitución del psiquismo normal y sus alteraciones en personas con sufrimiento psíquico grave, enfatizando en las dificultades que han acontecido en la historia familiar. Asimismo, reivindicando un diagnóstico psicoanalítico estructural, se describen las principales consecuencias clínicas y se propone, como modelo de tratamiento más adecuado, una intervención lo más temprana posible en contextos de convivencia terapéutica basados en encuadres grupales, resultando de especial ayuda el grupo multifamiliar.
Palabras clave: trastorno mental grave, comprensión familiar, psicoanálisis, terapia grupal, grupo multifamiliar.
Abstract
Treating a patient suffering from severe mental health difficulties is extremely complex and calls for the integration of various professionals and therapeutic resources. A comprehensive approach to these conditions, applying different theoretical perspectives, will provide richer insight and help psychotherapy. This treatment must go beyond the traditional one-on-one model and will require different settings as well as working closely with the patient’s personal environment. From a psychoanalytic viewpoint, based primarily on notions by Sigmund Freud and Jacques Lacan, the present study offers an overview of the processes by which normal mental activity is formed, along with relevant changes undergone by patients with severe psychic distress, focusing particularly on difficulties connected with the family background. Also advocating structural psychoanalytic diagnosis, this study describes major clinical outcomes and recommends the earliest possible intervention using therapeutic community contexts based on group settings, where multifamily groups are particularly helpful.
Keywords: severe mental disorder, family understanding, psychoanalysis, group therapy, multifamily group.
Rafael Arroyo Guillamón
Psiquiatra, psicoterapeuta psicoanalítico.
Hospital de Día de Psiquiatría, Hospital Universitario Infanta Sofía, San Sebastián de los Reyes (Madrid).
arroyoguillamon@gmail.com
[1] El punto de partida de este trabajo lo constituyeron las reflexiones compartidas por nuestro equipo en dos jornadas de formación: “Jornada sobre el tratamiento de los trastornos de personalidad: El equipo de hospital de día como agente terapéutico” y “Jornada sobre el tratamiento de los trastornos mentales graves (espectro psicótico): El equipo de hospital de día como agente terapéutico”, celebradas el 16 de Febrero de 2016 y el 13 de Enero de 2017 respectivamente; ambas en el Hospital Universitario Infanta Sofía e impartidas por José Luis López Atienza y Maribel Blajakis López.
[2] Reconocemos en este punto la deuda adquirida con las concepciones de Fabián Schejtman y sus colaboradores, que desde hace años enseñan brillantemente en la Cátedra de Psicopatología II de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires.
[3] Reiteramos que no se trata del organismo o cuerpo biológico del que obviamente el bebé dispone desde el nacimiento, sino del cuerpo en tanto imagen, una superficie que le concierne y le representa frente al resto del mundo.
[4] Que Melanie Klein denominó esquizoparanoide y a la que nos hemos referido, freudianamente, como autoerótica.
[5] Que paradójicamente proviene de un narcisismo fallido. Es decir, el déficit en la constitución del narcisismo “sano” —para Freud la fase narcisista es universal y necesaria— se convierte en un punto de fijación al que la persona regresará en momentos de dificultad. Con frecuencia, lo observamos por la disfunción de los tres elementos que trae aparejada esta fase: alteraciones en el yo (o en la identidad), en la vivencia del cuerpo y en la percepción de la realidad.
[6] Ya hemos visto cómo, en condiciones saludables, esta mirada reconoce al bebé como un individuo diferenciado y con deseos propios, lo que apuntala su confianza y seguridad en sí mismo, bases de una identidad sólida y cohesionada.
[7] De aquí los clásicos términos que ha utilizado la literatura psicoanalítica, como padre ausente o madre esquizofrenógena. Hoy en día, nos referimos más bien a funciones que pueden ejercer los cuidadores del bebé independientemente de su género, o de si son o no biológicamente los progenitores.
[8] A las que Freud se referirá también como bejahung y ausstossung; siendo ésta última reemplazada por Lacan por el freudiano término verwerfung que, a la postre, traducirá por forclusión (Schejtman, 2014).
[9] Sobre cómo Freud se refirió a los distintos modos —alternativos a la represión— de “desconocer” la realidad, nos han resultado de gran utilidad los exhaustivos trabajos de Sales (2009, 2010) y el muy aclaratorio de García de la Hoz (1995).
[10] La propuesta de Dejours (2009) sobre una tercera tópica, además de un original intento de comprensión metapsicológica de las patologías graves, aclara cómo Freud utilizó el concepto de escisión o clivaje del yo en términos tópicos, y no dinámicos como habitualmente consideramos al equipararlo a un mecanismo de defensa específico.
[11] Yo y cuerpo están íntimamente ligados. Recordemos que para Freud (1923) el yo es ante todo un yo corporal.
[12] Desde la introducción del narcisismo, pasando por la pulsión de muerte y, finalmente, sus textos sociales.